Nota Edición Nº 6 Revista “la once”
La virtud republicana ha sido una componente poco común en la sociedad argentina. Muchos han intentado explicar y hasta justificar esta carencia aludiendo al espíritu levantisco de las clases dirigentes, por lo que cada renovación de autoridades o cada gobierno que no concentraba una significativa dosis de poder expondría a la amenaza de la anarquía y la guerra civil. Otros lo atribuyeron a la extensa diversa geografía del territorio nacional, a las diferencias sociales y culturales inter-regionales, que luego serían potenciadas por el tamiz de inmigración masiva. Algunos más denunciaron una voraz y continua pretensión hegemónica de Buenos Aires, siempre dispuesta a convertirse en metrópoli del resto de las provincias, más allá del signo político que caracterizara ocasionalmente a su dirigencia. No faltaron tampoco quienes adjudicaron un papel preponderante a los profundos desequilibrios socio-económico entre las partes. Pese a las objeciones y lamentos ensayados en muchos casos, tales caracterizaciones concluyeron finalmente en la aceptación pragmática de que centralización, gobernabilidad y estabilidad eran los elementos indispensables tríada del orden, a costas de resignar calidad republicana y federalismo.
Este pragmatismo fue el que llevó a Juan Bautista Alberdi a proponer una proyecto secuencial: la “república posible” –la que podría construirse en las condiciones existentes a mediados del Siglo XIX-, que debería dejar paso a la “república verdadera”, una vez operado el profundo proceso de transformación política, cultural, económica y social postulado. La clave estaba, a su juicio, en la centralización de la autoridad como garantía para el orden. A juicio del intelectual tucumano, estas tierras sólo habían conocido la estabilidad en el marco de un ejercicio de la autoridad asociado a una figura concreta: el Inca, el Rey de España y Juan Manuel de Rosas. Pero mientras que en los dos primeros casos legalidad y autoridad se retroalimentaban, Alberdi objetaba que Rosas habría impuesto su voluntad por sobre la ley, y se preguntaba cómo sería posible desplazar a Rosas sin que cayera consigo el orden trabajosamente alcanzado.
Atendiendo a esa experiencia, Alberdi concluía en la necesidad de ungir a “reyes con el nombre de presidentes”, pero diseñaba una piedra de toque para evitar el autoritarismo: la imposibilidad de ser reelegidos. “Alguien que después de haber sido todo, es nada”. Con este condicionante, Alberdi suponía que los mandatarios serían templados en su gestión, a los fines de evitar el triste espectáculo que ofrecían las “republiquetas” latinoamericanas, esto era, que los presidentes abandonaban sus funciones para ir a la cárcel, al perder los fueros que los protegían de las acusaciones judiciales.
Quizá Alberdi pecaba de exceso de optimismo, ya que una concentración de poder de tal magnitud era capaz de seducir a las almas más templadas, al no definirse mecanismos efectivos de control sobre la autoridad presidencial, ante el temor de que eso debilitaría al régimen político, exponiendo al país a la amenaza de la guerra civil o la anarquía. En efecto, no tardó mucho tiempo el autor de Las Bases para manifestar sus dudas respecto de la disposición del General Urquiza a respetar los plazos de su mandato y, si bien sus temores no resultaron confirmados, el presidente saliente se ocupó de pergeñar un sucesor carente de liderazgo propio y, en apariencia, susceptible a las indicaciones del entrerriano, como Santiago Derqui. Sin embargo, la jugada no tuvo el efecto esperado, ya que la precariedad de Derqui lo indujo a pivotear entre su gestor y el Gobernador porteño Bartolomé Mitre, que concluyó en la Batalla de Pavón (1861) y el consabido acuerdo de gobernabilidad entre Mitre y Urquiza, propiciado por la Sociedad Masónicarecientemente fundada.
De este modo, y ya desde un primer momento, quedó claro que un régimen articulado en torno a un “rey con el nombre de presidente” no constituía una garantía de orden ni estimulaba el desarrollo de la virtus republicana. Como es sabido, a partir de entonces nuestra historia ha sido generosa en los ejemplos de presidentes que han insistido en modificar el texto constitucional para obtener su reelección, o que han designado sucesores a través de los cuales pretendieron ingenuamente mantener su poder desde las sombras, y hasta algunos de ellos se han visto expuestos a aquello que Alberdi explícitamente quería evitar: terminar en la cárcel el día después.
La situación traumática de pasar de “ser todo a no ser nada” a la que refería el tucumano, afectó a la mayoría de quienes desempeñaron la primera magistratura. Como ejemplo voy a tomar un proceso de sucesión presidencial que, pese a haber ocurrido en la década de 1860, reconoce algunos rasgos de llamativa actualidad. Corría el año 1867, y Bartolomé Mitre concluía trabajosamente su último tramo como Presidente de la Nación. La Guerra de la Triple Alianzahabía ocupado buena parte de sus esfuerzos, y los resultados distaban de ser satisfactorios. Una verdadera carnicería había hecho presa de quienes habían sido llevados a la fuerza al frente de batalla, y también de buena parte de una juventud porteña que había trocado su entusiasmo inicial en decepción y masacre. La excursión a Asunción en tres meses que había prometido Mitre se extendía ya por interminables cuatro años, y nada aseguraba que el final se aproximase. Para peor, las denuncias sobre negociados sobre el aprovisionamiento del Ejército Aliado golpeaba frontalmente a sus dos principales proveedores: el ex presidente Urquiza, quien actuaba a título personal, y el presidente en funciones, quien lo hacía a través de testaferros, tal como lo explicitaría su sucesor, Domingo Faustino Sarmiento.
Tal como suele suceder con los líderes carismáticos, no había podido surgir ninguna figura con aspiraciones sólidas en el entorno del inminente fundador de La Nación. Tampocoestaba en sus manos designar a su sucesor, habida cuenta de la declinación de su liderazgo en sólo seis años de gestión. Quienes se postulaban para sucederlo estaban muy lejos de entorno, y sólo merecían objeciones de su parte. Esto quedaba evidenciado en la carta que Mitre le escribió a José María Gutiérrez desde el Campamento de Tuyú-Cué, en Paraguay, el 28 de noviembre de 1867, que ha sido considerada como su “testamento político” como presidente. Tras aclarar que mantendría su prescindencia e imparcialidad en el proceso electoral que se avecinaba, Mitre descalificaba la candidatura de Urquiza tildándola de “reaccionaria”, a la de Adolfo Alsina –quien le había arrebatado el liderazgo porteño con su Partido Autonomista-, denominándola “de contrabando”, levantada por una Liga de Gobernadores sin respaldo popular. La candidatura de su compadre Sarmiento –que por entonces estaba en los Estados Unidos-, sostenida por el Ejército Nacional a instancias del Cnel. Lucio V. Mansilla, y que sumaba el poderoso respaldo de La Tribuna de los hermanos Héctor y Mariano Varela y la incansable promoción social que le agregaba Amalia Vélez, sólo le provocaba desagrado y malestar. También eran de su desagrado el Gobernador de Santiago del Estero, Manuel Taboada, y Juan Bautista Alberdi, y sólo manifestaba cierto aprecio por su Ministro y amigo Rufino de Elizalde, aunque destacaba que no contaría con el apoyo del aparto oficial.
Los términos de la carta evidencian cierta desazón respecto de los logros de su gestión, y su angustia respecto del próximo descenso de la primera magistratura. Sin embargo, a poco de andar, y en vistas de lo inevitable, Mitre trató de respaldar a todos los candidatos, con excepción de Urquiza, a quien deseaba cerrarle a toda costa el camino de regreso a la Presidencia.
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