Me llamo Kevin. Nunca tuve una mente prodigiosa. Tampoco fui un estudioso esmerado. Pero la buena suerte me acompañaba. Pero esa suerte no se debía a un don o una gracia divina que los cielos me han dotado, como a un gran actor de milagros o un poderoso chamán en el apogeo de su vida profesional, sino a mis peculiares inclinaciones. Las guardaba en secreto.
Me hallaba involucrado en apuestas. Gracias a ellas, obtuve considerable capital, desde dinero, hasta inmensas propiedades. Mi gran secreto no se trataba nada más que mi afición por los conjuros de dudosa moralidad. Adoración de diversos cultos paganos que por esas fechas me auguraron el triunfo del país rival. Todos mis enemigos, de aquellos con los que jamás pude congeniar, habían apostado a favor del equipo de fútbol contrario, pero yo fui más astuto, y acudí a rituales paganos para asegurar mi ganancia. Con la suma de dinero más objetos de valor, festejaba mi triunfo en mi tan esperado viaje a la ciudad de Los Ángeles.
No tenía nada para nadie, solo para mí. No necesitaba otra cosa que el goce, el placer mundano. Así es como cada centavo aportado rindió fruto. “Valió la pena. Estoy de suerte. Ahora todo es para mí” me repetía a cada instante, convencido de que los ángeles del infierno habían acudido en mi egoísta salvación.
Permanecí tres días en Las Vegas, donde celebré mi victoria con bebidas y demás excesos, hasta que llegué a mi destino. Mi ciudad soñada.
Bajé del micro. A pesar del frío, la calidez de estar en un sitio anhelado resultaba inefable para las palabras humanas pero comprendida a las fuerzas sombrías. Luego de unos segundos de abstraerme en su elegancia, tomé mis valijas y me dirigí desde el estacionamiento hasta el hotel en taxi, donde me hospedaría por una semana antes de regresar nuevamente a mi país.
Eran apenas las cuatro y media de lo que para mi país sería la tarde, incluso en época invernal, pero en Los Ángeles el sol se había ocultado, la noche reinaba y los negocios tenían sus persianas bajas.
Apoyé mi cabeza en el cristal del auto. En la medida que avanzaba el vehículo, apreciaba la majestuosidad de los edificios y las montañas del oeste de Estados Unidos que apenas se divisaban a los lejos. La ciudad brillaba, desde las palmeras hasta el suelo pulcro. Incluso las sombras tenían un destello peculiar, fruto de la industria de los países de primer mundo, y el imperio de la fama que se lucía en cada una de sus esquinas.
Llegué a la puerta del hotel al cabo de diez minutos. Le pagué al taxista y bajé del auto. Contemplé el edificio. A diferencia de los demás, éste lucía abandonado, quizás porque mucha gente ya se había acobachado en su casa a esas horas.
La noche transcurría y me encontraba parado con las valijas en medio de una calle solitaria. Sabía a través de las noticias, que en los Estados Unidos, abundaba la delincuencia. Personas cuyo raciocinio se veía infectado por la locura, junto a sus manos portadoras de armas, con la ventaja de que éstas resultaban perfectamente legales de acuerdo al código penal estadounidense.
Le envié un mensaje al jefe de hotel. Esperé unos segundos hasta que me respondiera. Revisé nuevamente el informe. Fue en ese instante que me percaté que había reservado el hotel para enero y no para diciembre. Con desesperación, envié un nuevo mensaje. Pedí y hasta rogué que movieran las fechas. Entonces, el operador me envió un código de ingreso al edificio y con aquel dato supuse que me habían permitido el alojamiento. Sin embargo, a los pocos segundos, me enviaron un mensaje alarmante: “La habitación está ocupada, no puede ingresar”.
Cundí en pánico. Llamé para rogar que me permitieran alojarme aunque sea por aquella noche, pero el dueño nuevamente rechazó mi acalorada petición. Recordé entonces que un camarada vivía a unas veinte calles de donde me encontraba. Me comuniqué con él con la voz temblorosa, como si se tratara de una llamada que auguraba un asesinato. Para mi alivio, él aceptó. De inmediato, llamé a un uber, y permanecí allí, mientras lo esperaba. El miedo enfriaba mis huesos, ya que era consciente de lo peligroso que significaba estar solo en las calles desiertas en Los Ángeles.
De repente, percibí un movimiento extraño. Algo se asomaba desde la esquina. Quedé paralizado. Quise huir, cruzar la vereda, pero no tenía salida ni a nadie a quien auxiliar. Entonces, divisé un sujeto que avanzaba lentamente desde la oscuridad.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, distinguí a un hombre de unos treinta y largos años que caminaba tambaleante, como ebrio. Su rostro destellaba una demencia nutrida de una sonrisa maquiavélica y unos ojos desorbitados, como un mismísimo ángel caído. Me recordaba a las estatuillas de los dioses paganos que con tanto fervor había invocado hacía apenas unas noches atrás.
El misterioso hombre balbuceaba unas palabras inteligibles. Sin callarse, se acercó lo suficiente, y caminó aún más rápido. Luego se detuvo, dejó su bolso en el suelo e introdujo su mano como si buscara algo dentro del mismo. Retrocedí unos pasos, aterrado.
En un acto de desesperación, marqué el código para ingresar al edificio. Para mi fortuna, sonó el pitido y se encendió la luz verde. La puerta se abrió, entré al estacionamiento, pero debía esperar, ya que el cierre era automático. La ansiedad aceleró mi pecho. Esperaba que al menos se cerrara la puerta en la cara del hombre. Giré y caminé en la oscuridad. Me topé con un estacionamiento vacío. Luego, corrí en dirección al fondo.
Miré mis manos. Había olvidado las valijas del otro lado. De todos modos, tenía la extraña suposición de que el sujeto buscaba algo más que robar.
Me arrinconé, paralizado del miedo. Me quedé allí lo más quieto que pude, sin hacer el menor ruido. Quería que el extraño sujeto creyera que había ingresado al hotel y que me hallaba fuera de su alcance. Escuché movimientos, pero no me asomé por temor a ser encontrado. Deseé con total desesperación que el hombre se marchara, pero no fue así.
En un abrir y cerrar de ojos, el sujeto nuevamente apareció a escasos segundos de permanecer en mi refugio. Había saltado la reja, hecho imposible aun para la altura
promedio de un hombre adulto. Se plantó frente a mí. Mi corazón palpitaba con furia.
—¿Cómo te llamas?—preguntó el borracho con una sorisa demente y un notorio inglés estadounidense.
—Ke-kevin—tartamudeé
Se hizo un silencio apenas interrumpido por mi jadeo.
—Kevin, estás de suerte, tengo algo para ti— dijo finalmente.
—No, no gracias—le contesté con sus brazos en alto como si intentara protegerme de un disparo.
—Sí, sí, tengo algo para ti—insistió el hombre.
Tomó el bolso e introdujo su mano en el interior una vez más, como si buscara un objeto, a mi parecer, bastante peligroso. Me helé de pánico. Temblé de pies a cabeza. Supuse que se trataría de un arma. Cerré los ojos, pero los abrí a los pocos segundos. El sujeto me tendió una botella de vodka. Tomé el objeto mugriento con el brazo tembloroso y fingí beber su contenido, pero sólo lo toqué con mis labios. Dejé caer la botella en el suelo, sin pensarlo, giré y corrí por el pasillo hasta toparme con una escalera de albañil.
En un acto impulsado por el terror, subí la escalera con la esperanza de encontrarme con una persona que acudiera en mi ayuda. A medida que ascendía, gritaba más y más fuerte, pero nadie respondía. Miré hacia un lado y hacia el otro. Las habitaciones estaban deshabitadas. Las persianas bajas y sin rastros de vida humana.
El hombre me perseguía a mis espaldas y repetía: “Estás de suerte, tengo algo para ti”. Sacudió la escalera. Casi caí pero logré alcanzar el techo. Corrí sobre él y luego salté hacia la reja con movimientos desesperados. Noté que los fierros tenían alambres de púa. Al llegar a la cima, intenté esquivarlas, pero sentí un profundo ardor en los brazos y las rodillas que ignoré abrumado por la adrenalina. Mientras tanto, el sujeto aún avanzaba detrás de mí.
Toqué el suelo, y antes de que pudiera salir corriendo, el hombre aterrizó y nuevamente buscó algo en su mochila con ambas manos. Alcé la vista y me llené de alivio al ver que en el cordón de la vereda me esperaba el uber. Tomé la valija, que permanecían intactas en un rincón, ingresé lo más rápido que pude al auto y apenas logré sentarme, agaché la cabeza. Temía recibir un disparo.
—¡Cuidado!—grité
—¿Qué sucede?— preguntó. El señor hablaba con un inconfundible acento latino.
Señalé el último paradero del hombre, pero para mi sorpresa, había desaparecido.
Arrancó el auto. En el camino le expliqué, entre pálpitos y jadeos, lo recientemente ocurrido. Me advirtió que circulaban numerosas leyendas similares a mi relato, con las calles de Los Ángeles como principal escenario, y donde las víctimas más habituales solían ser extranjeros infiltrados en juegos sucios e involucrados en rituales paganos.
Llegué a la casa de mi colega, que me esperaba paciente. Apenas me recibió, le impresionó mi semblante sumido en pánico. Le conté lo acontecido, mientras me ofrecía comida, abrigo y un botiquín para mis heridas.
A pesar de su hospitalidad, aquella noche no dormí. Me invadía el recuerdo de forma constante y repetitiva, del misterioso sujeto cuyas facciones me recordaban a la cara visible de los ángeles caídos. Demonios alimentados por los deseos de los mortales y destinados a cumplir sus máximas ambiciones y la sed de sus caprichos, jamás concedidos ni intencionados por la voluntad del poder divino. Un ángel caído que me observaba y repetía: “Estás de suerte, tengo algo para ti”.
Marina Buzzanca. Marina Etel Buzzanca es una escritora y pintora, nacida el 17 de febrero de 1993 en la ciudad de La
Plata, Buenos Aires, Argentina. Publicó su primer libro, Historias del abismo, en 2021. En 2022 se graduó de Prof. y Lic. En Artes Plásticas con Orientación en Pintura en la UNLP. Actualmente es docente en escuelas y talleres de Plástica para niños y continúa en el camino de la escritura y la pintura.
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