Confuso despertar. Miro, desconcertado, este lugar que me rodea, que me circunda y que me atrapa. Me animo a recorrerlo y conocerlo y voy descubriendo, de a poco, multitud de recovecos, de muros fríos y titánicos. Trampa que intriga, que ciega, que nunca termina. Piedra tejida, siento que me hallo en un escondite lúgubre. Recorro sus pasillos, sus caminos que tercamente se bifurcan en otros. El mareo y el desconcierto se me hacen infaltables en mi mente. Esto es una ida y vuelta al mismo tiempo, espacio interminable, trifulca eterna. Todo me confunde, siento fantasmas que giran, que chocan contra los muros, que suben y bajan, y miran, sumisos, sus rostros reflejados en el impasible y negro mármol. Alguien ha decidido esto para mí, y su decisión es mi castigo: vértice de la esclavitud y la libertad; amo austero de lo infinito, de la accesible y lo conocido. Confusión de vistas, de tactos; mis ojos parecen no alcanzar para descubrir el centro de todo este desorden.
Sigo adelante y mi miedo crece. El monótono ámbito se llena de círculos indescifrables y figuras rebeldes. Descanso un momento sentado en su suelo. Mirar hacia el cielo es hallar la salida de este laberinto que no tiene anverso ni reverso. Me acerco a sus muros fríos e infinitos. Creo oír voces en el viento. Corro sin saber adónde, entre la pluralidad de formas, oscuridades y silencios. Sigo adelante y tengo la sensación de estar perdido entre paredes que se ríen de mí. Mi alma vaga, viene y va junto conmigo, y esperamos la redención para ganarle a esta penosa soledad. De repente, las voces se acercan y otra vez se van. Intento seguirlas, pero ya apenas las oigo. Creo que alguien (quizás una mujer) dice “Asterión”… otra voz (quizás de un hombre) dice “monstruo”. Yo nada comprendo, sólo espero que alguien venga y me saque de este infierno, de este escondrijo que minuto a minuto limita mi vida. Y al fin veo a un hombre que se acerca a mí, vigoroso, esbelto, joven y con una espada en su mano se detiene junto a mí y me dice:
–Asterión, tu hora ha llegado.
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