La civilización en debate Historia contemporánea: de las revoluciones burguesas al neoliberalismo. Con la colaboración de Marita González
Capítulo 1. Libertad e igualdad
El extenso período que se analiza en este ensayo se inicia con tres procesos claves dentro de la historia de la humanidad: las revoluciones liberales que se desarrollaron en Inglaterra, Estados Unidos y Francia entre mediados del siglo XVII y fines del siglo XVIII. En primer lugar, es necesario señalar que estas revoluciones impusieron un cambio sustancial a la idea misma de revolución. Hasta entonces se utilizaba esta categoría para denominar a un cambio de un gobierno –o de forma de gobierno– como resultado de un levantamiento armado. Por lo tanto, “revolución” implicaba principalmente la idea de un cambio de hombres –o a lo sumo, de régimen político– que no afectaba mayormente a la estructura económico-social. Hoy podríamos denominar a un movimiento de ese tipo como una revuelta, un golpe de Estado o un levantamiento.
Sin embargo, a partir de la revolución norteamericana y esencialmente a partir de la Revolución Francesa, el ontenido del concepto revolución cambió drásticamente, ya que comenzó a utilizarse para designar a un proceso de cambio socioeconómico estructural, acompañado de una modificación sustantiva en el reparto del poder dentro de una sociedad.
Esto necesariamente implicó la existencia de ganadores y perdedores no únicamente a nivel individual, sino también de los distintos grupos, clases y estamentos que daban vida a cada sociedad. De este modo, el primer componente revolucionario que van presentar estas revoluciones –fundamentalmente la francesa– va a ser el cambio experimentado por la propia idea de revolución.
En tanto las revoluciones anteriores implicaban simplemente un golpe de Estado, un acontecimiento puntual, pudieron ser fechadas en un momento preciso. Por el contrario, en el caso de las revoluciones que se inician con la Revolución Francesa, el fechado de sus orígenes y de su duración –es decir, hasta cuándo los procesos fueron verdaderamente revolucionarios– dio origen a largas disputas políticas, ideológicas e historiográficas, justamente porque los cambios producidos no sólo afectaban a los nombres de los titulares del poder, sino también a los grupos, clases o estamentos, que se beneficiaban de su ejercicio.
Por esta razón, y en tanto buena parte de los valores, prácticas y formas de ver el mundo que caracterizaron a las revoluciones liberales conservaron su vigencia durante mucho tiempo –e incluso algunos todavía lo siguen haciendo hasta la actualidad–, muchas de sus claves pueden utilizarse para interpretar con fidelidad los procesos históricos contemporáneos. No está de más puntualizar que si bien la Revolución Francesa significó un cambio político y social, también –y esencialmente– significó un cambio a nivel ideológico, un cambio en la concepción del hombre, en el equilibrio entre los valores burgueses de libertad y de igualdad que debían imperar entre los hombres. Antes de la Revolución Francesa, prácticamente en todo el mundo, las sociedades existentes eran de tipo estamental. Eran sociedades en donde los hombres eran ubicados en determinados estadios sociales a partir del lugar en el que habían nacido, a partir de su cuna, y la posibilidad de ascenso social era una empresa prácticamente ímproba. Por el contrario, los ideales de igualdad, libertad y fraternidad que trajo consigo la Revolución Francesa implicaron una nueva concepción del hombre, una concepción revolucionaria del hombre.
De este modo, esta revolución no fue revolucionaria por haberse sustanciado a través de un movimiento armado, sino que lo fue primordialmente por la nueva concepción del hombre que trajo consigo y por su capacidad de revolucionar al conjunto de las sociedades occidentales a lo largo del tiempo. En efecto, si bien la Revolución Francesa se inició en una fecha determinada, la Francia de 1789, como un acto político concreto, en tanto momento liminar en la transformación de la concepción de la idea del hombre, sus orígenes son muy anteriores, y su duración,
ciertamente, mucho más prolongada, al punto que algunos autores sostienen que aún no ha concluido, en la medida en que muchas de sus ideas y valores fundantes todavía no se han consagrado adecuadamente en la mayor parte del planeta. En efecto, cuando se observa actualmente el mapa universal es posible advertir que la igualdad entre los hombres todavía sigue siendo un ideal bastante lejano, por no hablar ya de valores mucho más abstractos, como la de fraternidad entre los pueblos, que constituye lamentablemente una entelequia. Y también se observa que la idea de libertad –con todo su potencial emancipatorio– todavía no se ha concretado.
Así, el principal aspecto revolucionario de la Revolución Francesa es su carácter de revolución, antes que francesa; es decir, aquello que la vacía de su componente esencialmente nacional, francés, para convertirla en patrimonio de la humanidad. Aun cuando como movimiento político la Revolución Francesa puede haber implicado cambios en el personal político francés y en la estructura social de Francia, su principal aspecto revolucionario fue justamente esa capacidad de proyección universal que permitió pensar a los hombres y a las sociedades –y a las relaciones que se establecen entre ellos– de otra forma: de una forma “revolucionaria”.
Estos ideales de los que estaba imbuida la Revolución Francesa se articulaban sin dificultad con las nuevas ideas económicas de la época, y en conjunto permitieron crear las condiciones adecuadas para el surgimiento de un nuevo sistema económico: el capitalismo. En el terreno político, la Revolución Francesa abrió las compuertas para la consagración de la burguesía como nueva clase hegemónica, en el marco de un proceso plagado de avances, retrocesos y equilibrios siempre inestables.
Antes de la revolución las sociedades eran estamentales. El mundo entero estaba compuesto por privilegiados y perjudicados, que encontraban la razón de su ubicación social en la cuna en que les había tocado nacer. Quien nacía noble, moría noble. Quien nacía campesino, moría campesino. Quien nacía siervo, moría siervo. La burguesía, nueva clase social nacida a partir de las transformaciones experimentadas por las sociedades europeas desde el siglo XII –y con mayor nitidez, a partir del siglo xv–, expresaba una nueva lógica social asentada sobre el individualismo, la capacidad de enriquecimiento, el ahorro y la inversión.
Sin embargo, al momento de la revolución esta lógica no había conseguido extenderse aún a los demás estamentos sociales, razón por la cual los poderes político, militar y social continuaban en manos de estructuras arcaicas y aristocráticas, de actores que ejercían sus privilegios y se aprovechaban de ellos para concentrar las tierras, lucrar, imponer tributos y obligaciones de diverso tipo al resto.
Continuará el 10 de julio
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