Las dos leyendas sobre la conquista de América: ¿imperiofilia o genocidio?
Texto Javier de Navascués [Filg 87 PhD 91], catedrático de Literatura de la Universidad de Navarra Ilustración El Sr. García
¿Qué sucedió en América tras la llegada de los españoles? ¿Fue realmente un genocidio sistemático o, por el contrario, se inauguró una etapa de orden, fe y progreso? Estas preguntas han superado los límites de la academia y han apasionado a sociedades enteras durante siglos. Hoy la polémica continúa y todos nos apresuramos a situarnos en una esquina del debate. Pero quizá los argumentos y las respuestas no sean sencillos.
Hay una expresión que los españoles empleamos para hablar sobre algunos rasgos de nuestro pasado: leyenda negra. Con ese nombre de resonancias malditas se denomina al conjunto de creencias en torno a la presunta barbarie del imperio español entre los siglos xvi y xvii, sobre todo a partir de su llegada a América. La leyenda ha perdurado en el tiempo y dañado la reputación de España. En la configuración de este concepto participó de forma decisiva, y quizá involuntaria, un religioso español, el padre Bartolomé de las Casas, cuya Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) es una obra que denunciaba las atrocidades cometidas por los conquistadores a los indígenas. Las Casas agrandaba datos para conmover a su lector principal, el rey de España, y conseguir de él una política más activa en favor de los nativos. Sin embargo, fue también leído atentamente por los enemigos del momento. El alegato del dominico se tradujo al holandés, francés, inglés y alemán, y se difundió ampliamente por Europa. Alguna edición extranjera se complementaba con truculentas ilustraciones en donde los españoles se comportaban como salvajes frente a unos indios desnudos e indefensos. Para colmo, circularon versiones muy libres acerca de los números de víctimas proporcionados por Las Casas. La edición de Londres de 1698 habla de cuarenta millones de muertos a manos de los españoles. Ni Stalin ni Hitler en sus peores momentos. Había nacido la leyenda negra antiespañola.
La leyenda negra
El problema de estas interpretaciones es que se tienda a pensar en términos actuales, reproduciendo estereotipos de cómoda utilización. Es verdad que América conoció en el siglo xvi una descomunal debacle demográfica. Aunque los cálculos cambian mucho de un estudio a otro, las estadísticas muestran una disminución de varios millones de personas a lo largo de los primeros cien años de presencia española y la población aborigen del Caribe desapareció en los inicios de la conquista.
Sin embargo, las investigaciones más documentadas, como la del historiador italiano Livi Bacci, han demostrado que fue una interacción de causas la que desencadenó el desastre: desde los malos tratos de los conquistadores a la circulación de nuevas enfermedades para las que los indios carecían de defensas, como la viruela o el sarampión. Aunque los españoles se hubieran empeñado seriamente en cometer un genocidio, les habría sido imposible conseguir sus objetivos por el número escaso de conquistadores y las limitaciones de la tecnología militar de la época. En realidad, la caída de reinos tan poderosos como el azteca o el inca es impensable sin la colaboración de otras etnias rivales.
Dos grandes culturas sedentarias gobernaban México (los aztecas) y Perú (los incas) a comienzos del siglo xvi. Estos pueblos habían sometido a sus vecinos y se encontraban en un periodo de expansión. Los españoles, al mando respectivamente de Cortés y Pizarro, tomaron buena nota de las tensiones entre los pueblos dominados y sus señores. Sabedores de su inferioridad numérica, usaron unos cuantos trucos sucios aprendidos en las guerras contra los piratas del Mediterráneo (golpes de mano y secuestros de la gente principal) para tomar ventaja y negociar con unos y otros. Poco a poco, con audacia y temeridad, se las arreglaron para atraer a los enemigos de aztecas e incas. Así pudieron expandir sus ejércitos y derribar a adversarios más fuertes, reemplazaron a los emperadores locales y se expandieron con el auxilio de sus nuevos súbditos. Cuando encontraban una resistencia especialmente feroz, como sucedió con los araucanos del sur de Chile o los apaches en América del Norte, trazaban una línea de frontera y terminaban negociando con los “rebeldes” para que no les molestasen. La conquista real de América nunca concluyó.
Más que el exterminio indígena, el sello distintivo del imperialismo español fue la relevancia adquirida por la Iglesia católica. La conducción de los millones de almas de indios a la fe cristiana se convirtió en el móvil oficial que legitimaba la conquista. Por supuesto, los motivos de los colonizadores de a pie no eran los mismos. En realidad, se parecían mucho a los de cualquier empresa de explotación de recursos ajenos. Cortés, Pizarro, Valdivia, Quesada y tantos otros iban en busca de riqueza, pero el marco político y jurídico en el que se movían les obligaba a justificarse constantemente y a sentir en sus nucas el aliento de la Iglesia, recordándoles que su misión fundamental consistía en facilitar el bien espiritual y material de las comunidades indígenas. En 1537 una bula papal reafirmaba la condición humana de los indios y en 1542 se publicaron las Leyes Nuevas, que, en suma, venían a confirmar la necesidad de que se respetaran los derechos de la población colonizada. Para la Corona, el indígena debía ser considerado un vasallo como cualquier súbdito español. No se le podía, en definitiva, esclavizar. La Iglesia, cuyas órdenes religiosas capitalizaron el primer siglo de evangelización, se distinguió por su defensa de la condición del indígena. El padre Las Casas no es en absoluto una figura aislada. Muchos otros hombres destacaron en su lucha por los derechos de las poblaciones sometidas y dieron su vida por la fe cristiana en tierras desconocidas y muchas veces hostiles: fray Toribio de Benavente, fray Juan de Zumárraga, santo Toribio de Mogrovejo, san Francisco Solano, san Junípero Serra, Francisco Palou, Pedro de Gante, etcétera.
La causa más célebre de las fricciones de los eclesiásticos con los conquistadores tuvo que ver con el sistema de las encomiendas. En las primeras décadas del siglo xvi, la Corona estableció un mecanismo de compensación a los antiguos soldados por el que a un propietario español (exconquistador) se le “encomendaban” o asignaban indios y tierras para cultivar. El encomendero debía preocuparse del bienestar material y espiritual de “sus” indios. A cambio, los indios trabajarían para él. Este régimen semifeudal dio lugar a numerosos abusos denunciados por los eclesiásticos y castigados en algunas ocasiones. Religiosos y encomenderos mantuvieron frecuentes disputas a cuenta del mal trato que recibían los indios. En general, los desacuerdos entre autoridades civiles y religiosas se repitieron a lo largo de todo el periodo colonial. Uno de los mayores éxitos en la integración del indígena vino de los proyectos del clero para preservar de abusos a la población nativa: es el caso de los jesuitas y las reducciones del Paraguay, asombroso experimento utópico que proporcionó a las comunidades guaraníes refugio frente a los tratantes de esclavos portugueses y encomenderos españoles.
Prejuicios actuales
Hoy en día los prejuicios acerca de la conquista son muchos y variados. Durante el franquismo, los manuales escolares de Historia mezclaban en un mismo grupo a José Antonio, Pizarro, Colón, Zumalacárregui, Franco, santa Teresa y don Pelayo, un improbable equipo de galácticos que, como sucede en los banquillos de los grandes clubes, se pelearían entre ellos si coincidieran en la vida real. Tal vez por esto, en ciertos ambientes se imagina que la restricción lingüística llevada a cabo por el régimen franquista es poco menos que una práctica ancestral del nacionalismo castellano.
Nada más lejos de la realidad histórica. El imperio español en América no tuvo el menor interés en destruir las lenguas indígenas, que, de hecho, se mantuvieron vivas en su mayoría durante todo el periodo colonial. Una muestra: en pleno siglo xviii, el ilustrado español Alonso Carrió de la Vandera se queja en su cuaderno de viaje de Buenos Aires a Lima de que las poblaciones indígenas ignoren el español, lo que da enormes problemas a la Administración para que se ejecuten las leyes y funcionen adecuadamente las instituciones. No le faltaba razón, desde su punto de vista, ya que los indios vivían alejados de los centros del poder, en muchas ocasiones de espaldas a las autoridades encerradas en los centros urbanos. Entretanto, siguieron utilizando sus lenguas autóctonas para la vida cotidiana y no necesitaron otro idioma para hablar con los españoles más próximos a ellos, a saber, los misioneros. Así, el patrimonio lingüístico se mantuvo hasta la época de la independencia, gracias a la idea matriz que legitimaba la colonización, que no era otra que la transmisión de la verdad cristiana a la población nativa. Para un misionero nacido en Badajoz, por ejemplo, era más práctico aprender gramática náhuatl y catequizar en esa lengua que explicar la fe en latín o castellano a un millar de individuos que desconocían tan remotos idiomas.
En la conquista de América, además de la evangelización, tuvieron un papel central dos elementos fundantes de la cultura europea de la época: la imprenta y las universidades. La primera llegó a México nada menos que en 1535 y a Lima en 1583. Desde las dos grandes capitales virreinales se editaron gramáticas, libros de devoción, diccionarios, tratados teológicos, poemas épicos. La vida universitaria también comenzó pronto en América. La primera universidad del continente se fundó en Santo Domingo en 1538. Lima y México, por supuesto, tuvieron las suyas, y en sus aulas no solo se enseñaron las disciplinas propias de los curricula europeos, sino que se aprendían quechua o aymara, lenguas útiles para la evangelización. La presencia española trajo, pues, una renovada vida cultural. Las ciudades más importantes concentraron un refinado ambiente artístico y literario. La producción intelectual que se podía leer en España cruzó el Atlántico: los galeones transportaban en sus sentinas ejércitos de Lazarillos, Quijotes, Celestinas y Amadises. El saldo arrojado por las instituciones culturales fue singularmente rico. No se le ha dado la importancia que merece al Barroco colonial, ni a su grandiosa arquitectura, ni a la originalidad de su música ni a sus primeras manifestaciones literarias, como las crónicas de Indias —un tesoro de la prosa castellana—, el desconocido fray Diego de Ocaña o Bernal Díaz del Castillo. Sor Juana Inés de la Cruz, una mujer cuya talla intelectual rivaliza con las principales figuras de las letras peninsulares de su época, es la autora más versátil del Siglo de Oro. Se ha escrito mucho acerca de los problemas que debió afrontar por su condición femenina, pero ¿cómo llegó a ser tan famosa en su tiempo, si no fue por la protección que tuvo entre los virreyes de México?
Los ejemplos podrían multiplicarse pero queda claro que la leyenda negra ignora aspectos fundamentales. La peculiar integración del indígena es un elemento que permite comprender la vida cotidiana americana durante esos siglos; lo mismo se puede decir de la supervivencia de las lenguas y ciertas costumbres, así como de la implantación cultural europea en las capitales de nueva creación. Esta es, pues, la gran singularidad del imperio español. Otras potencias coloniales de los siglos xvi a xix no se molestaron en integrar a la población nativa. Los británicos, por ejemplo, fueron colonizando la costa este de los actuales Estados Unidos sin pretender mezclarse con los aborígenes. Como ha escrito el historiador Felipe Fernández-Armesto, «los españoles fundaban ciudades y los ingleses, clubes privados». La finalidad prioritariamente comercial del imperialismo británico excluía cualquier proyecto de incorporación. El primer gobernador de Virginia, sir Francis Wyatt (1588-1644) lo declaraba sin remilgos: «Nuestra primera tarea es expulsar a los salvajes».
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