continuación de la nota del 10 de septiembre
La antítesis entre liberalismo y democracia, bajo la forma de una contraposición entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, fue enunciada y argumentada por Benjamin Constant, en un discurso pronunciado en el Ateneo Real de París en 1818, en los primeros años de la restauración borbónica. Según Constant, la finalidad de los antiguos consistía en distribuir el poder político entre todos los ciudadanos de una misma patria, y a esto llamaban libertad; el fin de los modernos, en tanto, consistía en limitar el ejercicio del poder por parte del Estado, y llamaban libertad a las garantías acordadas por las instituciones. Para Constant, ambos fines eran contradictorios, ya que la participación directa de los antiguos en las decisiones colectivas (o libertad en sentido positivo), terminaba por someter al individuo a la autoridad del conjunto, en tanto el ciudadano moderno reclamaba al poder público su libertad como individuo (o libertad en sentido negativo). De este modo, la libertad de los modernos consistía, fundamentalmente, en el goce efectivo de la independencia privada. El énfasis puesto por el pensamiento liberal en las garantías jurídicas del individuo respecto de la acción del poder político implicó una verdadera revolución copernicana en la teoría del Estado, que dejó de ser enfocada desde la perspectiva del poder soberano como lo habían hecho Bodin o Hobbes–, siendo reemplazada por la perspectiva de los súbditos.
El planteo de Constant desligaba el disfrute de los derechos civiles cuya garantía resultaba indispensable para todos dentro del mundo moderno– de los derechos políticos, que a su juicio no resultaban en modo alguno necesarios y, más aún, cuya dotación demasiado generosa podía llevar a nuevas versiones de lo que denominaba “despotismo jacobino”, por oposición a su ideal de “república representativa”. En este régimen prescripto por Constant, no sólo los gobernantes sino el conjunto del cuerpo electoral debían contar con ocio suficiente para interesarse en los
asuntos públicos, y con suficiente independencia para evitar que su voto se viese libre de toda influencia externa (lo cual, se argumentaba, no ocurría con la inmensa mayoría de la población). Para Constant sólo debían tener derecho a voto los propietarios que viviesen de sus propios recursos, posición que se tradujo en la votación de 1817, que impuso un censo de 300 francos como requisito para integrar el cuerpo electoral.
Si bien Constant hacía referencia al mundo de los antiguos para justificar su ideal moderno de libertad, en realidad descargaba su ataque contra las nociones de igualdad, democracia participativa y de voluntad general, enunciadas por J.-J. Rousseau. En realidad, la tensión entre los valores de libertad e igualdad contaba con una larga historia dentro del pensamiento liberal, que a menudo los había presentado como incompatibles. En efecto, cuando la mayoría de los pensadores liberales Locke, Montesquieu, Burke, etc. defendieron la noción de igualdad, lo hicieron únicamente en sentido negativo; es decir, para garantizar el derecho de todos a desarrollar sus potencialidades y aprovechar oportunidades, lo cual, ciertamente, no sucedía en la sociedad aristocrática. En realidad, se trataba de un concepto de igualdad subordinado al concepto de libertad, ya que reclamaba la igualdad para diferenciarse, para explotar las facultades individuales, para afirmar las diferencias. Hasta mediados del siglo XIX, la única voz discordante fue la de Rousseau, quien había antepuesto la voluntad general a la voluntad individual, subrayado los límites del ejercicio de la libertad individual, asignando al Estado la función de hacerlos respetar, y privilegiado las nociones de soberanía popular, sufragio universal y democracia directa.
Los argumentos de Constant definieron la matriz del régimen político durante la restauración borbónica en Francia. Asimismo, influyeron decididamente en las tesis de los liberales doctrinarios franceses Royer Collard, Gizot, etc.–, que alcanzaron protagonismo durante el gobierno de Luis Felipe de Orléans, quienes consideraron que el desafío de la hora consistía en terminar con la revolución, garantizar el orden e impedir que el principio igualitario –legado principal de la Revolución– condujese a la anulación de la libertad política. Los doctrinarios franceses sostuvieron las ventajas de un gobierno representativo sustentado sobre la soberanía de la razón y atento a las evoluciones de la opinión pública, con sufragio restringido por voto censatario, bajo la forma política de una monarquía constitucional, y acompañado de una generosa dotación de derechos civiles para todos los habitantes. Este pensamiento será derrotado entre 1848 y 1851, en el marco de la Segunda República, y revisa do durante el Segundo Imperio.
Sé el primero en comentar