En el prólogo de Aurora (1881), Nietzsche adelantaba una necesidad cuya imperiosa urgencia retrata una de las fallas de nuestra era: la necesidad de “aprender la calma y la lentitud».
El “tiempo de lento” al que se refería para aludir a una máxima que debía instaurarse en el trabajo del filólogo puede también ser aplicable a otras parcelas de nuestra cotidianeidad, como por ejemplo la escuela contemporánea: hemos desaprendido la habilidad de educar sin prisa, si es que alguna vez existió esta en la retina de nuestro recuerdo.
La pandemia reciente destapó las vergüenzas de una educación frágil que no puede soportar, como en otras esferas, la metamorfosis de un planeta sumido en la incertidumbre de los cambios. Vivimos en un continuo giro de guion advenedizo en lo climático, social y cultural. Y lo más preocupante es que lo vivimos en medio de la prisa, de lo que Nuccio Ordine llamaba “la lógica devastadora del fast”.
Ya no sabemos educar despacio porque la celeridad es la máxima de la educación moderna, marcada por el goteo de un calendario académico que angustia. Asignaturas encorsetadas en tiempos y espacios encorsetados, donde ya no podemos pararnos a la sombra de árboles o bajo techos protegidos de la lluvia para buscar calor humano, ponernos a leer, intercambiar o mirarnos, solamente, los unos a los otros. Y compartir. Ya casi ninguna mirada da cobijo, porque la ausencia de pausas conduce a la clarividencia enlatada de verdades absolutas y al nacimiento del estremecedor nuevo privilegio de sentirse escuchado.
Porque educar sin prisa es, de alguna manera, educar en la sombra; educar en lograr entrelazar unos saberes con otros para no perder la capacidad de asombrarse: de ensombrecer una idea con otra idea, de los unos a otros, agazapados bajo el paraguas del conocimiento y el cobijo de las emociones. “He aquí el resorte del arte mecánico y misterioso de educar la razón sin rebajarse a cultivar los sentimientos y los afectos. Nunca asombrarse”, nos cuenta Charles Dickens en Tiempos difíciles (1854), donde el personaje del Sr. Gradgrind representa ese afán por traducir la educación de los hijos en la rentabilidad y el control asfixiante del tiempo, alejados de la capacidad de asombro. Porque educar con prisa es eso, una metáfora de los continuos requerimientos de la escuela contemporánea. En ella, los centros escolares actuales sobreviven afanosos en la superficialidad; sus miembros ya no conviven, sino que compiten por llegar antes y ganar una especie de carrera adelantando a los demás.
Educar con prisa nos ha traído la distopía de nuevas restricciones: prohibido aburrirse, prohibido ensuciarse las manos o los zapatos en el huerto, prohibido salirse de la programación escolar (hay incluso quien sigue el férreo dictado de un libro de texto diseño por una editorial), prohibido trepar más allá de lo que el remolino de normas y papeles nos señala. No podemos educar sin prisa en la educación de los plazos y de los asfixiantes controles burocráticos del “vuelva usted mañana”, aunque mañana sea, ahora, demasiado tarde. Ya no sabemos educar en la lentitud.
El movimiento impetuoso de educar sin prisa no es un susurro novedoso. Sobre la necesidad de enseñar lento, de conocer despacio, sin interrupciones pero con afán de cuestionar a ralentí múltiples formas del pensamiento único o lineal que no conduce a entender el mundo actual, han pensado filósofos y ensayistas de todas las épocas, atormentados por el tempus fugit. Ellos y ellas se han percatado de que la inmediatez entronizada es enemiga del pensamiento crítico, el que nos permite encontrarnos en el otro y escapar de los dogmatismos.
Solo educando sin prisa, sin la tiranía del corto plazo, enseñaremos la necesidad de la interdependencia. Protegernos y ayudarnos es ese magisterio que se ha perdido en una escuela rápida, fugaz, mecánica. Vivimos en un sistema educativo que incrusta en su engranaje aulas desbordadas de alumnado desatendido, porque es imposible darles lo que precisan en medio de la multitud y la prisa. Hace unos días un compañero docente me hablaba de cómo alumnos inmigrantes, desconocedores del idioma, lo agarraban del brazo para requerir su atención, en medio de su impotencia al no poder llegar a todos. Nunca hay tiempo para ellos: la trágica alegoría de lo que supone educar con prisa.
La forja de la educación como un requerimiento individual fundamental no puede darse en el correteo que impide detectar una dificultad a tiempo que lastra el aprendizaje de los débiles: el que se bloquea con una operación matemática, a la que le cuesta hacer los trazos de las letras o al que no entiende cuando el profesor explica. Joan Domènech lo dice claro en su Elogio de la educación lenta (Graó, 2014): “cuando hablamos de desacelerar, hablamos también de priorizar y, por lo tanto, de definir aquellas cuestiones que pueden ser más básicas y a las que debe destinarse más tiempo.” Lo básico es, también, darse cuenta de que el alumnado vulnerable fue el principal dañado el día en el que nos olvidamos de educar despacio. El día en que nos inhabilitaron para vivir en un mundo maduro, sin prisas.
En el debate educativo ocurre igual: los amantes de las prisas, los sumergidos en la filia a la velocidad, no reconocen la importancia del diálogo, la tertulia sosegada y el tiempo que requiere la construcción colectiva de los cambios en cualquier democracia. A medida que la virtud de la lentitud se pierde, en los centros comienzan a proliferar las actuaciones veloces, las resoluciones inmediatas, el pasilleo constante y las soluciones aparentemente fáciles a problemas complejos. Todo para olvidar que en medio de una educación con prisas estamos decidiendo apresuradamente sobre el devenir de uno de los derechos humanos más trascendentales, el derecho a ser educado de forma responsable.
En 1909, Filippo Marinetti publicaba en Le Figaro su Manifiesto Futurista. “Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza: la belleza de la velocidad”, recogía uno de sus principios. Más de cien años después, el imperio de la fugacidad anunciado en los ismos deja un mundo sin memoria en el que olvidamos educar en el detalle, en lo germinal. Es tiempo ahora de volver a ello, reencontrarnos en debates intensos, reflexiones compartidas, discusiones enriquecedoras.
Repensarnos en miradas y palabras. Tiempo de volver a educar sin prisa.
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