El cajero de 28

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imagesEra una mañana calurosa y seca de enero. La gente, como desquiciada, se trasladaba de banco en banco con la ocurrencia despiadada e insolente de conseguir dinero en efectivo. Acto de rebeldía, sin dudas, en una época en que escasean los billetes y uno está de vacaciones. Con todo, las filas copaban las calles, las veredas, las sombras; las charlas entre desconocidos se hacían frecuentes y hasta sumamente necesarias para soportar la tortura y el castigo al que los señores banqueros exponían a sus atrevidos clientes y a otros desvergonzados que ni siquiera tenían sus cuentas en esos bancos.

Por ello, el cajero de la calle 28 no era una excepción. Las personas formaban una fila extensa, desorbitada y áspera que serpenteaba sobre la vereda. Dicha fila se despatarraba hasta la esquina y los últimos tenían el privilegio de observar con atención y con todo el tiempo que quisieran los precios que se exponían en la vidriera de un negocio. Otros, menos afortunados, debían contar los ladrillos de una pared o las hormigas que la recorrían, observar los modos de estacionamiento de los platenses, contar los cigarrillos que fumaban los policías de la cuadra. En eso se encontraba Cristóbal cuando un revuelo se armó unos pasos hacia adelante. Los de atrás no comprendían, indudablemente no podían ni oír ni ver qué ocurría y por ello algunos corajudos abandonaban sus lugares e iban a averiguar qué pasaba. Al fin, una mujer con el cabello un poco raro y despeinado informó que una maleducada quiso colarse y retirar dinero, a usté le parece, ¿no ve que estamos acá hace dos horas? qué descarada, lo que uno tiene que soportar. Cuando las aguas se calmaron y la fila recobró su forma y su clima inicial, las charlas se reanudaron y a Cristóbal eso lo tranquilizó. Se avanzaba de a poco y a cada rato llegaba algún otro insolente a preguntar si esa era la cola para el cajero. El resto de la ciudad parecía ajena a eso, los autos iban y venían, los micros no dejaban de pasar, los negocios eran visitados por clientes.

Poco a poco, la tarde empezó a llegar y con ella un efecto de somnolencia. El barrio se adormeció completamente y el silencio cayó en medio de la vereda. Hasta la gente parecía adormecida, tardaban una eternidad dentro de la cabina y cuanto más se acortaba la fila, más lento pasaba el tiempo. Finalmente, Cristóbal ya comenzaba a oír los sonidos típicos de las transacciones, pero algo le heló el corazón: una mujer salió con la cara descompuesta y los ojos desorbitados y anunció sin miramientos: ¡NO HAY PLATA! el murmullo comenzó y algunos desesperados simulaban desmayos. Alguien intentó entrar al banco, que ya estaba cerrado y,  por ello, no lo logró. Sin embargo, pudo comunicar la noticia y en quince minutos, la situación ya se encontraba normalizada. A Cristóbal ya le latían los dedos de los pies desde hacía rato, pero intentaba pensar en otra cosa. Su cintura estaba completamente dolorida y la panza le hacía mucho ruido. No era para menos, hacía exactamente cuatro horas y dieciocho minutos que estaba allí parado, avanzando muy lentamente, mirando los árboles, la vereda, la gente, los autos, el cielo, sintiendo el viento que cada vez se hacía más fuerte. Ya faltaba poco, solo cuatro personas lo alejaban del tan deseado cajero automático. Ya sabía que no podía retirar de una sola vez todo el dinero que él quería, no, eso ocasionaba confusiones al cajero y ponía en riesgo su integridad física. Además, eso justificaba las diez extracciones mensuales que él podía hacer y  las que nunca llegaba a utilizar.

Cuando el hombre que estaba delante de él abrió la puerta para salir, Cristóbal sintió que el corazón le latía, que las manos le sudaban, que las piernas le temblaban. Insertó la tarjeta y pulsó la clave. Pidió el importe total que él quería, desatendiendo al consejo que había oído en la fila. Inmediatamente, despiadadamente, el cajero le informó con unas coloridas y llamativas letras: usted excede su límite diario. Intentó nuevamente, repartiendo el monto. Colocó su clave alfabética y la pantalla le pidió que esperara. Finalmente, el dinero salió y Cristóbal sentía unas ganas locas de saltar.  Retiró (en cuatro veces) el dinero que necesitaba y salió, feliz, sonriente, transpirado. Caminó hacia la esquina tocando su bolsillo derecho del pantalón como si llevara un amuleto y estaba agradecido, realmente agradecido al Banco de la Provincia de Buenos Aires por las cuatro horas y cuarenta y nueve minutos en las que pudo disfrutar de la veneración inesperada e insospechada del cajero de 28.

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Acerca de Erica Pantano 6 Articles
Licenciada en enseñanza de la Lengua y la Literatura (UNSAM). Profesora en Lengua y Literatuta, egresada del Instituto J. N. Terrero. Sus relatos "La torta de cumpleaños" y "Redemptor" fueron seleccionados y publicados por Editorial Dunken. Su artículo "Reforma educativa, Diseño curricular y docencia: campo tensionado" fue publicado en la Revista El toldo de Astier. Actualmente, trabaja como profesora de Prácticas del Lenguaje y Literatura en el Colegio San Cayetano.

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