Llevar a la práctica lo articulado en la modificación parcial que supone la LOMLOE es más complejo de lo que parece.
Más allá de criticar, como se acostumbra, cualquier intento de reforma, que es lo que estamos habituados a hacer por inercia política en un clima continuo de crispación, polarización y desavenencias de todo tipo, lo que más me preocupa es la estimación precisa sobre hasta qué punto son necesarios cambios estructurales profundos para que las propuestas legislativas puedan materializarse con éxito. Y, esto, no es tarea fácil, y más cuando el gasto público por alumno en educación, aunque ha subido en los últimos años, sigue en España por debajo de la media de la Unión Europea, según datos de Eurostat.
El propagandístico lema de la modernización del sistema educativo no se hace realidad solo con anuncios mediáticos, campañas de imagen y ruedas de prensa para anunciar planes y proyectos. Requiere de una concreción clara de cuáles van a ser, pun to por punto, las acciones que impulsen en los centros y sus aulas la aplicación de, por ejemplo, la Convención de Derechos de la Infancia y la de los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006). no es suficiente solo con nombrarlas en el papel, por mucha buena intención que tengamos; hace falta mucho más.
Por otro lado, la propuesta de ajustar los aprendizajes al nivel evolutivo del alumno (la tan ansiada personalización educativa), está asentada en un nivel de ambición que, si no se apuesta por concretar con medidas presupuestarias claras que materialicen de qué manera va a aterrizar en la praxis docente, se quedará en tinta vertida abocada al fracaso más estrepitoso.
En estos momentos, los primeros pasos que se están dando en nuevas políticas educativas parecen estar más centrados en el desarrollo digital, con el anuncio de, entre otros, planes de robótica y programación para los más pequeños, además del incremento de dotación de recursos tecnológicos para los centros públicos o la definición legal del marco de la competencia digital docente; todo ello muy importante, no lo voy a negar.
Sin embargo, queda instalado en una nebulosa el programa estratégico para incrementar las tasas de éxito reales de todo el alumnado (no solo en incremento de titulados sino en mejora de sus aprendizajes, que es más importante), sobre todo el más vulnerable, garantía para lograr la equidad y un modelo de sistema educativo verdaderamente inclusivo, tal y como demanda una sociedad respetuosa con los Derechos Humanos.
Hasta el momento, la sensación que tiene la ciudadanía, tras más de un año y medio en vigor de la LOMLOE, es de que acumulamos una retahíla de anuncios, de deseos, de eslóganes, de proclamas y de planes estratégicos llenos de generalidades, sin precisar de una manera clara cómo nuestras distintas comunidades autónomas van a concretar la inversión de los fondos económicos que están recibiendo con el fin de paliar las grandes carencias estructurales del sistema, en uno de los países del continente que más segrega en el ámbito escolar por condiciones de partida.
Y los recursos son más necesarios que nunca porque hay datos estremecedores que nos conducen a los orígenes de la crónica de una debacle educativa a la que estamos acostumbrados, aunque los porcentajes de éxito escolar hayan mejorado por la flexibilización (no lo olvidemos) que trajo aparejada la pandemia en cuanto a las decisiones de promoción de curso o titulación. El último Informe TALIS (2018) de la OCDE arrojaba datos preocupantes para España, por ejemplo, al colocarnos entre los países de la OCDE con menos personal de apoyo por número de docentes. Y con esos mimbres, en ese punto de partida, es muy complicado apostar por organizaciones escolares inclusivas y respetuosas, con un riesgo elevado de que ese alumnado con dificultades de aprendizaje se integre en las aulas ordinarias sin la debida atención que requieren a manos de personal especializado y de un profesorado correctamente formado en diversidad y educación intercultural.
De la misma fuente se entresaca que nos encontramos entre los lugares de Europa cuyo profesorado tiene mayor índice de estrés, lo cual se puede vincular con la imagen social que tiene una profesión cada vez menos respetada y más sometida a controversias en redes sociales y medios de comunicación. En ese sentido, ya recordaba Francisco Imbernón en Ser docente en una sociedad compleja (2017) que “una educación en crisis y un profesorado intensificado por un exceso de trabajo conllevará, a medio plazo, elevados costes para la sociedad.” Los efectos de esta permanente judicialización y burocratización de una escuela plagada de sistemas de control y vigilancia, a merced de los requerimientos de un modelo de desarrollo neoliberal, los estamos viviendo en la actualidad, en cualquier rincón de nuestra geografía.
Se nos antoja necesario y, más aún, vital, ante ese panorama, que la construcción de la piedra angular del sistema educativo en torno a un enfoque del aprendizaje plenamente competencial y personalizado traiga de la mano una honda modernización del sistema educativo en cuanto a un incremento de las plantillas docentes en entornos desfavorecidos, una bajada progresiva de ratios en determinados contextos y niveles y un aumento de la dotación de profesorado especialista de apoyo en las aulas, junto al docente titular, en fórmulas como la codocencia, con el fin de atender a quienes habitualmente quedan pseudoabandonados en aulas con 25 o 30 alumnos repletas de complejidad.
De esa forma, las garantías de éxito universal se acercarán a nuestras situaciones escolares y a los requerimientos de una educación de calidad que tanto se defiende políticamente, atenta a las complejas realidades emergentes, a las peticiones de la comunidad docente y comprometida con la justicia social como única fórmula de alcanzar la plenitud de todas las personas que pasan por nuestra escuela.
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