Había una vez, una escuela muy codiciada en toda la región. Su estructura edilicia generaba en los caminantes curiosos, una paradita obligatoria. En el día sus jardines majestuosos, y sus flores coloridas dibujan las mejores pinturas del sitio. En la noche, los juegos de luces daban cuenta de un edificio patrimonial.
“A esa escuela no le faltaba nada, y la faltaba todo”. Esas fueron las palabras de Amalia, mamá de María Emilia, aquella tardecita gris cuando salía de dicha Institución educativa.
María Emilia es una niña de 10 años, de ojos pícaros, bailarina y con unos dotes musicales espectaculares. Es la menor de cinco hermanos. Tiene Síndrome de Down. En un par de años comenzará la etapa Secundaria, por eso su mamá ha comenzado el peregrinaje por infinidad de centros educativos. Con voz entrecortada Amalia contaba que cada puerta que se le cierra es como una bofetada en su mejilla. Las hoy moderadas, las hay intensas, y las hay tan duras, que parecieran transformarse en bofetadas perdurables. La más dolorosa fue la de la escuela codiciada, con flores coloridas. En su anuario Institucional la primera frase, se transformó en mi corazón en la frase de salida, ya que rezaba: “Escuela inclusiva, dónde cada uno tiene su lugar”
El lugar era una preciosa silla, acompañada de una mesa espaciosa, impoluta, que aún guardaba su aroma de genuina madera. No había lugar para María Emilia, no había lugar para trayectorias educativas que tomaran atajos diferenciales, no había lugar para chicos con relojes biológicos menos apuraditos, no había lugar para genéticas diferentes, no había lugar para el desafío de aprender juntos y en equipo, no había lugar para celebrar logros fascinantes con sello de autor.
Lo que en este Colegio nunca supieron que ya no había más lugar en el corazón de Amalia para esta nueva bofetada….
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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