El 21 de septiembre es una fecha que está íntimamente ligada a la juventud: desde el cambio de estación, que remite a la primavera y ese conjunto de acciones recreativas de bienestar al aire libre, hasta el reconocimiento que socialmente tiene el hecho de ser estudiante.
Históricamente, la juventud se presenta como una entidad cuya franja etárea -por su fuerza, sus ideales, sus deseos casi invictos- tiene la motivación de cambiar las condiciones injustas del mundo. Dicho así, parece una aspiración tan ingenua como romántica.
Pero algo de eso hay cuando la historia muestra un conjunto de episodios en que las luchas estudiantiles resultaron sumamente valiosas para la adquisición de derechos hasta entonces tan vulnerables como relegados.
Muchas personas han dado la vida, otras han debido sufrir una serie de postergaciones hasta pagar precios humanamente muy altos, porque en esa rebeldía -otro rasgo identitario- también sucede la ilusión de imbatibilidad, de ir hasta las últimas consecuencias en busca de un sueño mayor.
La juventud, en sí misma, reúne significados y significantes que no siempre son reconocibles para los demás miembros de la sociedad.
Hay, en importantes sectores de personas que transitan por la madurez o mayoría de edad, resistencias a partir de estereotipos que se instalan y quedan allí sin revisarse: para este grupo, la rebeldía de la juventud no es una virtud de emancipación sino más bien una lamentable irrespetuosidad que altera el orden pretendido. Además, los movimientos políticos que generan adhesión y pertenencia son concebidos como instancias de adoctrinamiento, subestimando a jóvenes que pueden pensar por sí mismos y que, en todo caso, al crecer, se darán cuenta si se mantienen en esas posturas o deciden modificarlas. Lo triste del caso es que las generaciones más adultas se quejan porque la juventud es arriada como un ganado que ha perdido valores relativos al esfuerzo, el conocimiento y las buenas costumbres, cayendo en el abismo de la mediocridad y la indecencia.
Ante esas miradas conservadoras, solamente queda resistir; pero nunca desde el resentimiento, sino con la convicción de saber que hay una instancia de la vida que nunca más vuelve a suceder.
Estudiar es un digno camino -pero no el único- que permite crecer, crear lazos y comunicar distintas maneras de habitar este planeta. Además, puede ser el fundamento necesario para asistir al encuentro con el otro, ejercitar la solidaridad y poner en acción iniciativas colectivas que hagan más dichosa la existencia.
Por eso, en este día y en todos los demás, va el deseo de un aliento a esa generación pujante que tiene en sus manos el rumbo de las historias por venir.
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