Los niños tienen esa espontaneidad sincera que en ocasiones te descoloca y te hace pensar que, si todos fuéramos así de llanos, quizás las cosas serían mejor o tal vez un tremendo caos… Hablo de esa falta de remordimiento que les caracteriza y hace que no piensen cómo le sentarán al otro sus comentarios, dicen lo que sienten y punto. Como cuando acabo de vestirme por la mañana y mi hija se acerca para decirme «mamá esa falda no me gusta nada» o «tienes unas manchas oscuras bajo los ojos». A mí me parece admirable y hasta esta mañana, no sabía en qué punto del camino perdemos esa sinceridad extrema conforme crecemos.
La cosa ha sucedido así; Yo intentaba arreglarme delante del espejo mientras Rebeca perseguía a Pau intentando que se abrochara los botones del polo del uniforme. Rebeca está en esa fase responsable en la que le gusta que todo esté ordenado y Pau en esa otra en la que le gusta aparentar un aspecto despreocupado (aparentar porque en el fondo los dos sabemos que no es así aunque nos hagamos los locos). La cuestión es que Rebeca le avasallaba buscando el botón para abrochárselo y Pau entre risas, intentaba por todos los medio quitársela de encima. En ese forcejeo Pau le grita: «¡Déjame ya que pareces mi madre!»
Me mira, le miro reflejado en el espejo (sin acritud, lo juro) se hace el silencio… y después añade:
«Pero como si mi madre fuera otra, no tú, ¿eh mami?»
Un amigo solía decir que los hijos son como un juego de la Play, tan pronto celebras que has pasado un nivel que ya tenías controlado ya te estás enfrentando al superior. Pues bien, creo que esta mañana pasamos al nivel del remordimiento. ¡Bienvenido a la preadolescencia!
Mónica Bordanova
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