La Civilización a debare Capitulo 11 de Alberto Lettieri.
La Primera Guerra Mundial cerró abruptamente un período histórico iniciado un siglo antes, específicamente en 1815, donde la paz fue el objetivo más deseado por las principales potencias europeas. Esto no significó que la guerra estuviera ausente en dicho tiempo, pero las batallas se presentaron, en su mayoría, en zonas consideradas marginales, acontecieron fuera del epicentro mundial. Los países europeos se enfrentaron esporádicamente hacia fines de siglo en los espacios coloniales y, a partir de la última década del siglo XIX, hubo una constante movilización de tropas en el norte de África y Asia Central. Por tanto la búsqueda de la paz no era una consigna de carácter universal que debía impregnar a todo el globo; en la práctica, lo que las potencias centrales buscaban era mantener un equilibrio de poder interno en el continente de tal forma que los países no se enfrentaran de manera indefinida. Igualmente hubo algunas excepciones que los Estados no pudieron evitar: la guerra de Crimea y la guerra franco-prusiana. Todos los demás enfrentamientos bélicos fueron de carácter nacional, y muy particularmente respondían a
la conformación de Estados nacionales, órgano institucional necesario para esa etapa del desarrollo capitalista. Hacia 1914, los países europeos más desarrollados se habían consolidado como Estados.
Las últimas conformaciones, las del Estado italiano y el germano, ya tenían sólidas bases y no presentaban problemas de segregación. Sin embargo, en cierta medida, las naciones eslavas estaban todavía muy lejanas a lograr una unidad definitiva, y en el imperio austro-húngaro convivían a duras penas con diversos pueblos sin constitución identitaria definida. Pero la construcción de los Estados no hacía referencia alguna a la problemática de las nacionalidades; después de todo, los estados de Europa habían nacido de la conquista y el sojuzgamiento de unos pueblos sobre otros.
Durante todo el siglo XIX, el Estado se consolidó como el armazón político capaz de garantizar el desarrollo de las fuerzas capitalistas. El Estado, en tanto organismo de dominación, era la fórmula que encontraba el régimen de acumulación para acallar los conflictos internos y mediatizar las disputas entre los países. Pues bien, la función soberana externa se resquebrajó a partir de 1873, con el inicio del imperialismo, y finalmente estalló con la Primera Guerra Mundial. En cierta medida, todo hacía anticipar que una conflagración de carácter internacional aparecería muy pronto en escena; para los protagonistas de la época el interrogante era cuándo sucedería y cuánto duraría, para las generaciones venideras cuáles, en última instancia, eran las razones verdaderas de aquella locura humana.
Desde la perspectiva marxista, el imperialismo, como ya se ha reiterado en numerosas oportunidades, era una fase del capitalismo que conllevaría indefectiblemente a una guerra interimperialista, cuando el reparto del mundo hubiera concluido y el capitalismo concentrara fuerzas tan arrolladoras que los mercados existentes se hubieren tornado insuficientes. Esta teoría, además, permitía analizar la contradicción entre el Estado soberano de fronteras rígidas y las necesidades de trascendencia de las fuerzas del mercado. Desde otro ángulo, la guerra era una adecua-
ción de la balanza de poder de acuerdo con los nuevos detentores de los resortes económicos y productivos. Para ambas, la competencia entre los viejos países industrializados y los nuevos propulsores del mundo industrial no terminaba de definirse en el comercio mundial y, por ello, la competencia debía tomar el camino de las armas. Los primeros países industriales estaban siendo superados por nuevas naciones, pero las relaciones de fuerza aún eran muy reñidas, sin que alguna mostrara superioridad infinita sobre las otras. Inglaterra, la pionera industrial, había quedado relegada en materia de innovaciones tecnológicas pero aun así, controlaba y manejaba las finanzas mundiales y hasta la Gran Guerra siguió siendo el mayor poseedor de reservas de oro en el mundo y manejaba a discrecionalidad el intercambio comercial sustentado en el patrón oro. Por otra parte, su flota comercial seguía siendo de gran importancia y controlaba el comercio mundial a partir del manejo de seguros, tarifas y fletes que ejercían las principales compañías inglesas. Como si esto fuera poco, era el principal inversor no sólo en los países periféricos sino también en algunos países industriales. Francia había logrado avances muy importantes, aunque su jerarquía como nación poderosa estaba más vinculada con su capacidad imperial que con su poderío industrial. Claramente, estas viejas potencias habían convenido una alianza estratégica ante el avance de los nuevos países industriales del continente: Alemania y, en menor medida, Italia. Los continuos roces entre Alemania y Francia, que estallaron durante 1870-1871, habían dejado un sentimiento de humillación para esta última que difícilmente había podido ser olvidada. Aunque Francia tomó, en parte, revancha en el momento del reparto final de los continentes africano y asiático. Las más perjudicadas, Alemania, Italia y Austria-Hungría firmaron un compromiso de asistencia mutua para evitar futuros avances imperiales de Francia o Inglaterra. El acuerdo entre estas potencias, celebrado en 1882, adoptó el nombre de la Triple Alianza. Sin embargo, la evolución del mundo industrial no alcanzaba con detener a sus enemigos, sino que además requería una política agresiva en materia de inversiones, y esto fue lo que atinó a hacer Alemania en los Balcanes y en Medio Oriente.
El frente que unía a Inglaterra y Francia requería otra nación que contuviera el avance por el este de Alemania y mantuviera a raya los intentos de Austria-Hungría por dominar los Balcanes.
El sometimiento del mundo eslavo imponía un conflicto continuo con la soberanía que el imperio ruso intentaba detentar sobre esta región. Igualmente este conflicto también afectaba al imperio turco, aunque su delicada situación luego de la crisis económica de 1875 lo había dejado a merced de los intereses de Inglaterra. Su debilidad económica había preocupado en el último cuarto de siglo a este país, porque podía ser un flanco débil frente a la agresividad alemana. El reparto colonial había dejado en desventaja a Alemania, la cual estaba en condiciones industriales y militares de avanzar en busca de nuevos mercados; se tornaba necesario, entonces, otro acuerdo que equiparara las fuerzas de la Triple Alianza: éste se firmó recién en 1909, compuesto por Inglaterra, Francia y Rusia, y se conoció como la Triple Entente.
En la segunda década del siglo XX, la Primera Guerra Mundial formaba parte de la agenda posible de los gobiernos, aunque desconocían en qué instante y bajo qué circunstancia o excusa se desataría.
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