La lectura es un acto de justicia. España

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Las personas deberían leer todos los días del año. El alumnado, todas sus jornadas lectivas del curso.

Leer es un bien de justicia, y tiene que ser accesible no solamente a través de bibliotecas públicas, sino en todos los espacios comunes compartidos, al alcance de toda la gente. Que donde haya cafeterías haya libros; que podamos pedir que nos pongan uno, “¿corto o largo?”, y tengamos el derecho a titubear entre el café y las letras que bullen en las páginas de cualquier volumen.

El sentido democrático de la lectura queda bien plasmado cuando Irene Vallejo, en la primera parte de su ensayo El infinito en un junco (2019), recupera la esencia coral de un lugar como la Biblioteca de Alejandría. Este recinto legendario fue planificado por un ambicioso Alejandro Magno con el afán de totalidad y universalismo. Allí quería reunir obras de todas las culturas y procedencias. El propósito puede encerrar la idea de la perenne necesidad de abolir fronteras, reunir en un todo, como si de una Torre de Babel se tratase, voces y formas que hablan o piensan diferente para acercarlas a toda la población. Y eso es cualquier lectura, cualquier acercamiento al hecho lector, desde la trascendencia de su recepción. Leer siempre es una revisión actualizada del texto que se lee.

Los programas políticos deberían destinar sus primeros epígrafes a proclamar la importancia de la lectura; las fiestas nacionales deberían erigirse en torno a recitales públicos, dramatizaciones y exposiciones dedicadas a fomentar la bibliofilia. En lugar de exhibir el poderío armamentístico, alardear del amor común a los libros. En vez de rescatar bancos, rescatar textos del olvido. “Una lectura bien llevada salva de todo, incluido de uno mismo”, dice Daniel Pennac en otro ensayo clave, titulado Como una novela (1992). Las aulas deben llenarse de caminos lectores llenos de bifurcaciones, y todo momento tendría que ser el apropiado para sacar un libro y devorarlo en el itinerario que cada cual establezca. Porque leer, como acto multidimensional, es también una declaración de libertad.

Leer, al igual que la justicia, debería ser un hábito blindado desde la infancia. Pero no solo «hábito» en el sentido del tópico manido, cuando exclamamos en reuniones pedagógicas y culturales que hay que fomentar el hábito lector, sin haber sabido tocar la tecla para hacerlo. «Hábito» en el sentido de «Ley Natural», como defendía Santo Tomás de Aquino cuando precisamente presentaba los cimientos de la justicia: “el hábito por el cual el hombre le da a cada uno lo que le es propio mediante una voluntad constante y perpetua”. Leer comparte también con la justicia que ambas son acciones de voluntad por y para los demás. Son actos de solidaridad.

Mientras que la justicia social debería igualar en derechos a todas las personas, la lectura, como pilar de la justicia cultural, debería hacer de los textos escritos en distintos géneros, formatos, corrientes y lenguas un manantial plural por el que desfile un coro polifónico de voces, incluidas en primer lugar aquellas silenciadas. Un sinfín de correspondencias, como en aquel poema fundacional de Charles Baudelaire, en donde no hubiese persona que no se sintiese identificada en la resonancia de un capítulo, una página, una escena o un verso. Porque esa es la importancia de leer en un mundo construido en torno a fronteras: la literatura es aquello que nos empuja a encontrarnos a todos en un mismo sitio, un ágora en forma de asamblea actualizable a cada era; un topos en el sentido en el que los clásicos entendían la palabra: un lugar compartido, constante.

La lectura es un bien de justicia porque ha sido tabla de salvación en un mundo a veces cruel, como nos mostró Charles Dickens cuando hizo que su personaje David Copperfield, de la novela del mismo nombre, sobreviviera al maltrato de su padre mientras se consolaba con las lecturas de Las Mil y una noches, Robinson Crusoe o Don Quijote. Hoy, también los más pequeños sobrellevan el empuje de sus miedos cuando nos piden, durante la noche, que les contemos un cuento, uno de los rituales de amor filial más bellos que existen. En cierto modo, la niña o el niño que pide que le lean es como un lactante que, ahora, succiona historias para quedarse dormido, embelesado por el calor de estas, al igual que se engatusaba en la Grecia antigua al público arremolinado en torno al aliento de aedos para escuchar historias legendarias. En ambos casos, leyendo, leyéndoles, se hace justicia.

La lectura, entendida en sentido amplio, es, en definitiva ese patrimonio inmaterial insustituible que tiene que emanar de los principios de toda escuela y todo pueblo. Y no solo por lo que representa para una nación o una región un libro o una escritora, sino por los códigos y representaciones que permite aglutinar en instantes a veces fugaces, pero que en verdad son eternos. Y me refiero a leer en sentido amplio, que es también intentar abrir las puertas de nuestras vidas a producciones escritas u orales de otras lenguas y culturas.
Porque la lectura es ese viaje apasionante que empieza en la encuadernación o en esa divertida discusión del arranque de Mujercitas (donde las cuatro hermanas discuten acerca de qué pieza teatral ver), y acaba con el final de una historia escuchada o leída que nos deja ensimismados cuando al recuperarla, realmente, lo que se ha hecho es eso: un acto de justicia.

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Acerca de Albano de Alonso 13 Articles
Licenciado en Filología Hispánica y en Periodismo por la Universidad de La Laguna. Máster Universitario Euro-Latinoamericano en Educación Intercultural por la UNED. Ejerzo como profesor de Lengua Castellana y Literatura desde 2006 y dirijo en la actualidad el IES San Benito (Canarias, España). En 2018 emprendí junto a mis estudiantes de Secundaria el proyecto interdisciplinar e intercultural El Español como Puente, reconocido con la Cruz al Mérito Civil un año después.

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