Ha pasado el tiempo y recién ahora, he juntado valor para hacer la siguiente confesión, para lavar mi conciencia y aplacar mi espíritu:
Es bien sabido que a raíz de la noticia que una flota inglesa venía sobre el Río de la Plata – en enero de 1805- el virrey convocó a una junta de guerra, para organizar los preparativos de la defensa, convocar a las milicias, ordenar la fabricación de pólvora y cartuchos y sobre todo, disponer el envío de los reales fondos hacia el interior en caso de peligro hasta tanto se conformara, en Córdoba, una fuerza comandada por el propio Virrey, que atacara y expulsara a los enemigos.
Como esta flota no llegó, se dejaron sin efecto estos preparativos. Por eso en junio de 1806, cuando llegaron los ingleses, nada estaba preparado.
Luego el Virrey – cumpliendo lo resuelto por la Junta de Guerra, tomó los caudales y se retiró a Córdoba para organizar la resistencia.
En aquellos días de junio de 1806, todo era confusión y, humanamente cada uno de nosotros hizo lo imposible por salvar la vida pero también bienes y haciendas.
Por eso, ante la invasión de los perjuros, (que no fue combatida ni obstaculizada por exclusiva inoperancia del Sr. Virrey) juramos fidelidad al nuevo Rey (el de Inglaterra) o hubiéramos ido presos a Inglaterra, dejando sin sustento a nuestras familias y a todos nuestros dependientes y familias.
Pero, he aquí mi confesión: En realidad el tesoro del virreynato no fue abandonado por Sobremonte a los ingleses. Fué entregado por el cabildo de Buenos Aires (del cual he formado parte en esa circunstancia) integrando la capitulación, con la condición que Beresford nos devolviera las naves y cargas que éste había tomado como “buena presa” para venderlas en provecho propio (como estipulan las leyes del corso).
Aun recuerdo aquél día en la Fortaleza, en que el inglés, con el rostro colorado y su parche en el ojo, nos levantó la voz y lanzó una velada amenaza a la ciudad: “Cuando yo intimé al gobernador la entrega de la plaza, ofrecí respetar la religión, las personas y las propiedades; y lo he cumplido, y también exigí el tesoro real”.
El brigadier de la Quintana le preguntó “¿Pues qué quiere Vuestra Excelencia[1]? ¿Qué nosotros tengamos que pelearnos entre hermanos por los caudales que reclama Vuestra Excelencia?”.
El inglés, fuera de sí, reiteró que él sólo quería los caudales reales. Nos miramos entre todos sin saber qué hacer y, tras un tenso silencio, Quintana arguyó que el único recurso que se le ocurría era escribirle al Virrey para reclamar los caudales. “¡Pues, bien, que sea el momento!” lo apuró Beresford.
Fue en ese momento, que cl cabildo escribió al Virrey (el 28 de junio) para que devolviera los caudales ya que “por defecto de esos caudales, pueda variar el general de los sentimientos de humanidad y protección que le ha asegurado”.
Justo es reconocer que luego de dos negativas y nuestras respectivas insistencias, el Marqués de Sobremonte contestó el 29 dando su conformidad.
Por ello, ese mismo día, escribió el virrey a Francisco Rodríguez la orden de devolución de los caudales del cabildo a Buenos Aires y los de la Compañía de Filipinas al mismo Rodríguez, para que luego los entregara a los ingleses.
Fundamentó dicha orden en que: “… se había estipulado la entrega de los caudales del rey y de la Cía de Filipinas a disposición de los sres. Generales ingleses que han tomado posesión de Buenos Aires…”
[1] Guillermo Carr Beresford se autoproclamó Gobernador, y las autoridades españolas de Buenos Aires le reconocieron el trato de Excelencia.
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