En estos días de hondas preocupaciones por el retorno de las clases presenciales, con notorio aumento de contagios a causa del Covid-19 y dos derechos en plena controversia (el de la salud y el de la educación), se cumplió un nuevo aniversario del asesinato de Carlos Fuentealba (1966-2007), docente fallecido en las movilizaciones docentes de la provincia de Neuquén el 4 de abril de 2007.
Con motivo de este hecho, el Canal Encuentro destinó una programación especial el último domingo, anunciando que la decisión se inscribía en el marco de las actividades para exigir juicio y castigo a los responsables políticos de la represión seguida de muerte.
Carlos Fuentealba, camino de un maestro es un documental dirigido por Luciano Zito y estrenado en 2013. Cuenta la historia del docente, sus motivaciones más profundas, las convicciones que tenía y la vocación con la cual ejercía una tarea sin renunciamientos que iba más allá de las aulas. Además de reconstruir los hechos, se vale de los testimonios de su familia (especialmente de Sandra Rodríguez, compañera y madre de sus hijas, también maestra), colegas, gremialistas y estudiantes que rescatan su valía tanto humana como profesional en los trayectos de los Institutos de Formación Docente.
Uno de los hallazgos más salientes de la realización es destacar el perfil del maestro, alguien cultor de la humildad y la sencillez, el amor y la integridad para despertar conciencias. Estaba convencido de que ello se lograba a partir de tres instancias, escalonadas en una secuenciación: primero, instruirse en el razonamiento lógico (era docente de matemática y ciencias); luego, tener conciencia de clase; y después, iniciar la defensa de los derechos propios. Quienes lo han conocido recuerdan, además, que no solamente le importaba el aprendizaje de sus estudiantes sino que buscaba algo más significativo: que les gustara cultivarse.
En esa manera de proceder se explica su motivación de ser parte de un colectivo que pedía mejores salariales a un gobierno indiferente a las problemáticas docentes.
Fue en tal contexto que sucedió la acción fatal, inescrupulosa y cobarde de un oficial que jaló que disparó por la espalda cuando, tras tensas negociaciones, los docentes emprendían retirada para liberar la ruta y permitir la libre circulación. El resultado fue una ejecución que causó muerte cerebral y agonía hasta el definitivo deceso.
Resultan conmovedoras las imágenes que retratan el episodio con cámaras caseras de los propios testigos auxiliando a un compañero caído, y la rigidez policial (bajo el ala de un gobierno que no hizo mucha fuerza para hacer justicia) haciendo un cordón para contener a los manifestantes. Además, la vigilia de gran parte de la población esperando en las afueras del hospital un parte médico y los posteriores primeros planos en el juicio que condenó a quien mató, completan un escenario de dolor, pérdida e indignación.
El asesinato de Fuentealba se convirtió en una bandera del derecho de la educación que tuvo impacto nacional. De allí surgió la expresión “docente que lucha también está enseñando”, emblema de un caso que aguarda más sanciones en esa cadena de complicidades.
De algún modo, el caso también explora el rol docente, su militancia, vocación, servicio y sentido de pertenencia a la comunidad de la que forma parte. La resignificación de ese pasado permite, a su vez, interpelar este presente complejo tanto en riesgos sanitarios como urgencias pedagógicas.
¿Cómo garantizar la máxima presencialidad posible si la curva de contagios pueden atentar contra la vida? ¿Cómo relegar el lugar clave de la escuela como espacio formativo y de contención social, que no se puede ejercer en aislamiento? ¿Cómo proteger a docentes y familias más allá de la eficacia o no de una vacuna?
Y la pregunta más importante de todas: ¿Cómo debería ser la lucha docente en esta furiosa actualidad?
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