Es sabido que son muchas y muy variadas las competencias y responsabilidades del docente. Una de las cuestiones más importantes y muchas veces desatendida, es su capacidad para favorecer modos de ser y hacer, que permitan crear lugar donde sea posible enseñar y aprender.
En ese sentido, cada aula es un sistema complejo de interacciones emocionales bidireccionales, donde creencias, habilidades, deseos, emociones y sentir de cada uno, puede incidir en los restantes componentes, influir en las relaciones interpersonales y, por consiguiente, en las practicas educativas.
Para entender esta cuestión, es necesario comprender el aula como un micrositio con un ambiente emotivo propio, que puede ir cambiando e imprimiendo un sello particular. Este clima, es percibido de manera particular por cada uno de los integrantes, de acuerdo con sus propias experiencias y marco de referencia emocional.
Los aportes de investigaciones sobre la neurobiología y la psicofisiología, sostienen que la relación entre emoción, cognición, toma de decisiones y funcionamiento social, constituyen la base sobre la cual es posible repensar el papel que juega la emoción sobre la educación. Como espacio socializador entonces, el clima afectivo del aula, condiciona la relación con otros actores y las emociones que se generan pueden favorecer -o no- el aprendizaje.
Quienes transitamos la escuela sabemos de la relación entre el aprendizaje, las emociones y el estado del cuerpo. Desgano, puños cerrados, llanto, angustia, agitación, son manifestaciones que suelen darse en la cotidianeidad provocando la alteración del cuerpo y de la mente, que afecta los procesos cognitivos superiores y constituye un
obstáculo para la enseñanza y el aprendizaje.
Desde la experiencia del efecto Pigmalión, diversos estudios que relacionan las expectativas docentes con los resultados de los alumnos, demuestran que, dentro del aula, el maestro desarrolla anticipadamente determinadas formulaciones sobre los logros académicos de los niños, que establecen la base de las interacciones que mantendrá con ellos.
Cabe destacar que dichas expectativas se forman de manera inconsciente durante los primeros contactos con los alumnos y a pesar de los buenos propósitos del docente para mantener la objetividad, esto no siempre se logra. Cuando un maestro forma juicios o conclusiones anticipadas sobre el rendimiento escolar de cada niño, sus actitudes se verán reflejadas en el tipo de vínculo que logre establecer en la práctica cotidiana, según sean los preconceptos positivos o negativos respecto a ellos y esta actitud será rápidamente identificada por los alumnos.
Sucede que, en cierta medida, todos los adultos tenemos ideas preconcebidas respecto de las demás personas, que se han ido construyendo a través de la historia personal y tienen su base en el modelo de crianza, los contextos de interacción y las experiencias personales.
Este modo de entender al otro ya sea consciente o inconscientemente, suele constituir patrones de acuerdo a los cuales se orientan las expectativas, agrupando a los alumnos entre los que pueden y los que no, dependiendo en ocasiones del contexto social del que provienen, el acompañamiento de la familia, el nivel cultural o cualquier otra
significación que se haya seleccionado como relevante.
Para favorecer un entorno positivo en el aula es fundamental que los docentes sean capaces de mantener el mismo tipo de comportamiento con la totalidad de la clase, donde las respuestas o ideas de todos, acertadas o no, sean escuchadas y respetadas. Este tipo de actitud posibilita que los niños sean capaces de reconocerse únicos y
diferentes a los demás sin que esto constituya un obstáculo, sino por el contrario sea considerado unafortaleza. A la vez, es importante desarrollar el sentimiento que, aunque diferentes, son todos iguales y valiosos para el docente y el resto de los compañeros, puesto que sentirse aceptado por el grupo del que se forma parte, establece oportunidades de vivenciar relaciones positivas y constructivas.
Bajo esta premisa, si desde nuestro rol docente queremos favorecer el desarrollo de las potencialidades individuales y su correspondencia con las del entorno social, se hace necesario revisar las representaciones y discursos sobre la niñez, sus formas de aprender, de comunicarse, de vincularse, sus intereses, necesidades y las practicas
educativas que se despliegan desde los primeros años de escolaridad. Sabemos que la infancia como etapa evolutiva, es la de mayor importancia en el ser humano pues es en ese periodo cuando se establecen las bases socioafectivas,
madurativas y neurológicas del desarrollo y su consecuente progreso posterior, no solo en la dimensión cognitiva, sino también en el mundo afectivo y social. Es allí donde el maestro como referente afectivo y facilitador de la ampliación de competencias emocionales, será capaz de contribuir a la educación integral de sus alumnos,
asumiendo el desarrollo emocional como complemento indispensable del desarrollo cognitivo, constituyéndose ambos como elementos esenciales del desarrollo de la personalidad.
De ahí que, repensar las propias prácticas y la posibilidad de crear lugar donde sea posible enseñar y aprender, es llamar a la reflexión de quiénes participan en la realidad educativa, favoreciendo procesos transformadores para la construcción de lazos de confianza, respeto y afecto, que transversalicen la relación con todos y cada uno de los
alumnos.
Si los educadores, logran comprender la importancia de la relación entre emoción y cognición, sin duda mayores serán sus esfuerzos para diseñar ambientes de aprendizaje que inviten a formar parte, donde todos se sientan incluidos y se fomente la construcción de vínculos saludables.
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