Llevamos tiempo escuchando la palabra competitividad, se trata de un término complejo y abarcativo, que ha sido estudiado profundamente tanto por las empresas como por los países. En Argentina, está más asociado a una ausencia permanente que a una ventaja en términos comparativos.
Somos un país con capital de conocimiento técnico-científico, también tenemos con importantes recursos minerales, una tierra fértil, capacidad productiva. Ahora bien ¿somos competitivos?
Tomando un dato pre Pandemia, para evitar asignarle a la Pandemia efectos en nuestra competitividad, en el Anuario 2019 el IMD coloca a la Argentina en el puesto 61, sobre 63 naciones relevadas. Le sigue Mongolia, con el puesto 62 y Venezuela con el 63. Esta lamentable posición tiene sólo un aspecto positivo: es imperativo un acuerdo para mejorar. Ahora bien, seguramente las disidencias surgirán en el “como”. En este contexto, como argentinos, nos preguntamos qué nos falta, dónde está el desfasaje entre lo que somos capaces de desarrollar y lo que luego, como país, no logramos concretar.
Si bien podemos deducir que para que un país sea competitivo no hacen falta grandes superficies, ni abundantes recursos naturales, ni una gran población. La competitividad es producto de la acción humana, es un concepto interdisciplinario y sistémico. Se trata de variables interdisciplinarias, porque atañen no sólo a las encuadradas dentro del terreno estrictamente económico (costos, tipo de cambio, equilibrio fiscal), sino a otras muchas que pertenecen al funcionamiento institucional (independencia del poder judicial, eficiencia de los tribunales, estabilidad fiscal, etc.), la educación (cantidad de maestros por alumno, gasto en educación, porcentaje de la población con educación superior, terminalidad secundaria, resultados en pruebas PISA, etc.), los indicadores ambientales (emisiones de CO2, consumo de agua, participación de las energías renovables en la matriz energética, etc.) y otros varios más.
Es una relación sistémica, porque no es posible ser competitivo de manera aislada. Una empresa que produce alimento de primera calidad y a excelente costo puede fracasar si quien produce el packaging no lo entrega a tiempo, o los camiones que transportan su producción a los centros de consumo tardan demasiado porque los caminos son deficientes y el frío no es el adecuado. No se puede exportar alimentos si los pilotos hacen huelga, y no salen los aviones, o si la electricidad se corta, ni hay investigación si los científicos deben pasar más tiempo haciendo trámites que investigando. Y la lista puede seguir hasta el infinito. Se trata también de una mejora en la calidad de vida de los ciudadanos.
Sin embargo hay algo que siempre queda claro: sin una educación de calidad, no podemos tener negocios y economías competitivas, creadoras de trabajo y promoción social. Y, uniendo las ideas, sin inversión tampoco hay creación de trabajo.
La función principal de los gobiernos es que la población viva cada vez mejor, con mayores niveles de bienestar y libertad de elección. En esta mejora de la calidad de vida, el acceso a la educación es fundamental. Si genuinamente nos interesa la inclusión, tenemos que educar, educar y educar. Porque hoy más que nunca hacen falta destrezas múltiples para estar integrado y para evitar ser conducido hacia donde uno no desea. Una educación de calidad, que nos permite reflexionar, interpretar y cuestionar, es la única herramienta con la que contamos para ser libres interiormente e independientes económicamente, y en el caso de los jóvenes a integrarse al mundo laboral.
Todo parece indicar que, si bien muchos trabajos desaparecerán en el futuro, muchos otros aparecerán o se desarrollarán. El mercado laboral ya es otro. La disrupción continua, la velocidad del cambio, y la versatilidad exigen mentes ágiles y adaptables. La rigidez y las estructuras inamovibles dan lugar a horarios más flexibles, evaluación por objetivos y espacio para la creatividad.
Debemos aceptar la transformación de la educación (y trabajar en ello) para permitir a los niños y jóvenes de hoy a integrarse a un mundo laboral en permanente cambio. La transformación del mercado laboral demanda modificaciones profundas en la educación, y esto no puede esperar demasiado. En este sentido, podemos decir que los planes de estudio no pueden ser rígidos, porque el mundo del trabajo ya no lo es.
La calidad es mucho más importante que la cantidad. Es preferible enseñar 10 contenidos, y que éstos sean comprendidos y asimilados, que enseñar 14 y que todo quede en el olvido. No descuidemos la terminalidad secundaria, el no completar este nivel opera como una fuerte barrera a la inclusión laboral.
“Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres”, sentenció Pitágoras. Y es que sin educación de calidad no hay competitividad, y mucho menos futuro.
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