
La leyenda rosa
Texto Javier de Navascués [Filg 87 PhD 91], catedrático de Literatura de la Universidad de Navarra Ilustración El Sr. García
Se acostumbra a hablar de la conquista española en referencia a los episodios de violencia de la conquista militar. Para muchos lectores de historia, la guerra es más entretenida que la paz. En realidad, la presencia de España en América duró tres siglos y hubo tiempo para que ocurrieran muchas cosas. Por eso tampoco conviene apresurarse a la hora de ponerse medallas. Así como ha sobrevivido a los siglos una leyenda negra en torno a los españoles, también hay otra de color rosa que llena de entusiasmo a muchos. Se olvida entonces que el imperio español, más allá de su capacidad integradora y de autocrítica, tuvo en la práctica las sombras que caracterizan a todo régimen de explotación colonial. No podremos referirnos a todo, evidentemente, pero mencionaremos a continuación a algunos actores principales: el gobierno civil y su trato a los indígenas, la esclavitud y el papel poco honroso de algunos hombres de Iglesia.
Las comunicaciones eran precarias en las tierras del imperio. Podía suceder que una carta oficial de Madrid a Lima tardara un año en recibir respuesta. De ahí que el gobierno de la «monarquía compuesta», como la llama John H. Elliott, necesitase delegados con un amplio poder decisorio: los virreyes. Ahora bien, el sistema de elección de la principal autoridad en América estaba viciado desde el principio. El candidato a virrey no era un alto funcionario tal y como lo comprendemos hoy día. Por el contrario, el virrey podía invertir en España su fortuna personal en la contratación de su futura corte, de modo que la flota que viajaba a América, armada y pagada por él, se componía de consejeros, militares, burócratas, pajes, ayudantes de cámara, etcétera, que iban a reemplazar a los integrantes de la corte del virrey cesado. Al llegar, por supuesto, debía negociar con las élites locales para situar a sus allegados sin molestar
demasiado a las redes de influencia que ya existían. En cierta manera, los virreyes actuaban de agentes de colocación, como ahora, por cierto, hacen los partidos modernos, aunque estos últimos de forma algo más disimulada.
Quizá el virrey más importante de la historia de América del Sur sea Francisco de Toledo (1515-1582). Hombre de carácter enérgico, puso en marcha la máquina del Virreinato del Perú, maltrecho aún tras un largo periodo de desórdenes y guerras civiles. Se caracterizó por sus dotes organizativas, siempre en función de consolidar el dominio político, militar y económico español. Sin embargo, no tuvo demasiados escrúpulos cuando en 1545 se descubrió plata en un cerro de la actual Bolivia. En medio siglo el villorrio próximo de Potosí se transformó en una gran urbe, una de las mayores del planeta. Potosí llegó a contar con 160 000 habitantes atraídos por la fiebre de la plata. La ciudad contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de juego y catorce escuelas de baile. Como algunas ciudades mineras del oeste norteamericano, se convirtió en un nido de prostitución, tahúres y delincuentes.
Para explotar de la forma más rentable posible la inmensa riqueza del lugar, el virrey Toledo se aprovechó de una útil institución incaica: la mita, un sistema de trabajo del viejo imperio que se destinaba a la construcción de centros administrativos, templos, acueductos, casas o puentes. En la práctica era un sistema de esclavitud mal encubierta: los mitayos, a saber, los hombres designados para la mita, eran obligados a trabajar durante unos meses en condiciones inhumanas. Luego, si sobrevivían, volvían a sus familias. Esta institución indígena no era muy acorde con el espíritu predicado en las Leyes de Indias, pero los españoles no se anduvieron con delicadezas. Durante dos siglos la mita hizo estragos entre la población indígena. Muchos indios preferían emigrar de los territorios dominados por los españoles y se dieron casos de suicidios colectivos, arrojándose a precipicios familias enteras, o que los padres rompieran a los hijos brazos y piernas antes que entregarlos a la mita. Ni los virreyes mejor intencionados pudieron hacer nada contra esta institución. Uno de ellos fue el Conde de Lemos, quien gobernó Perú entre 1667 y 1672 e intentó sin éxito acabar con los abusos. En un escrito a Madrid Lemos se lamentaba así de las atrocidades cometidas contra la población indígena: «Las piedras de Potosí y sus minerales están bañados con sangre de indios y, si se exprime el dinero que de ellos se saca, ha de brotar más sangre que plata». La mita no se abolió mientras se pudo sacar plata del interior de la tierra.
Otra leyenda rosa sobre la colonización tiene que ver con la implantación de la esclavitud. Es verdad que, frente a las cifras de sus vecinos, la población de origen africano fue menos abundante en la América española. Además, resultaba mucho más fácil para un esclavo alcanzar la “manumisión” (la libertad) en las colonias gobernadas por su Majestad católica. Pero no es menos cierto que los españoles fueron buenos clientes de los traficantes portugueses. Exterminados los aborígenes en el Caribe por la violencia y las enfermedades, las autoridades recurrieron a los esclavos venidos de África.
Pronto se vio la conveniencia de utilizar en el resto del continente una mano de obra gratuita (africanos) en lugar de mano de obra barata (indígenas). En la primera mitad del siglo xvi entraron en los puertos españoles de América
268 000 personas para ser expuestas y vendidas. Solo en la ciudad de Lima había 14 481 negros y mulatos de un total de 27 394 habitantes en 1636. Se empleaban en el servicio doméstico, las obras públicas, los obrajes textiles, etcétera. Incluso la Iglesia, que había abanderado la defensa de la población indígena, utilizó esclavos para servir en sus conventos. Es justo decir que no faltaron escritos de denuncia y figuras como san Pedro Claver o el padre Alonso de Sandoval, que entregaron su vida en favor de las condiciones de vida de esta desgraciada comunidad. Pero los libelos antiesclavistas no tuvieron ni de lejos la difusión de la obra indigenista de Bartolomé de las Casas.
La siniestra institución sobrevivió a la agonía del imperio, proporcionando grandes beneficios económicos a la isla de Cuba hasta la guerra con Estados Unidos en 1898. Décadas antes, España, presionada por Inglaterra, cuya opinión pública clamaba contra la esclavitud, se vio obligada a suscribir la supresión de la trata en 1820. Pero la ley de abolición final solo se firmó en 1886, es decir, mucho tiempo después de que todos los países hispanoamericanos la hubieran derogado. El decadente imperio español del siglo xix no tenía los escrúpulos morales de antaño.
Tampoco la labor de algunos responsables de la Iglesia estuvo siempre a la altura. La iconografía tradicional muestra algo así como un puñado de valientes misioneros levantando la cruz alrededor de un grupo de nativos que miran en éxtasis al cielo. Sin embargo, no eran pocas las denuncias de los indios contra aquellos sacerdotes que hacían granjerías o negocios a su costa. Para poner remedio a estas y otras situaciones, el arzobispo de Lima, Toribio de Mogrovejo, convocó en 1582 un concilio provincial que tuvo una importancia decisiva en la evangelización de América del Sur. Sin embargo, todo su desarrollo estuvo obstaculizado por el bloqueo de varios obispos que tenían muy pocas ganas de que saliera adelante. Algunos de ellos poseían más cualidades empresariales que pastorales. Por ejemplo, el cabecilla de los descontentos, el obispo de Tucumán, fue acusado tiempo después de corrupción y de tener en su propia casa mesas de juego. De hecho, abandonó su diócesis y se trasladó a la Meca de la plata en América, la ciudad de Potosí, donde vivió como mercader. Mogrovejo necesitó emplear todas sus virtudes diplomáticas para sacar adelante el concilio. Con estos mimbres tuvo que trabajar el arzobispo de Lima para reformar su iglesia local. Ha pasado a la historia como santo Toribio de Mogrovejo.
La verdad histórica, entre las dos tradiciones imaginarias
Los imperiófilos de hoy en día suelen alarmarse por la falta de autoestima histórica que, en su opinión, hemos padecido los españoles a lo largo de siglos por culpa del gran montaje de la leyenda negra. En realidad, el imperio siempre encontró quien lo defendiese desde que uno de sus protagonistas, el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, escribió en 1567 desde el interior de Colombia su Antijovio, en el que hacía frente a los ataques que el humanista Paulo Jovio lanzaba contra la presencia de las tropas españolas en Italia. Después de él, Bernardo de Vargas Machuca, Francisco de Quevedo, Saavedra Fajardo, Juan Pablo Forner, Félix de Azara, Cadalso, el monumental Menéndez y Pelayo, Salvador de Madariaga y un extenso etcétera tomaron la pluma para defender la labor de España. Y no solo en la metrópoli. En toda América, desde el siglo xix hasta la primera mitad del xx, autores del norte y el sur, como William Prescott, Charles F. Lummis, José de Vasconcelos, Rubén Darío, Lucas Alamán, Washington Irving, Alfonso Reyes o Irving A. Leonard escribieron elogiosamente sobre el descubrimiento. Monumentos, plazas, calles o efemérides históricas han llenado las ciudades de América y España con los nombres de Colón, Pizarro o Cortés.
Resulta innegable, sin embargo, el cambio de perspectiva producido a partir de la Transición democrática en España. Desde entonces la visión del encuentro (nombre que desplaza al de descubrimiento) ha ido abandonando el tono triunfalista de otra época. Movida por las ansias de modernización que animaban a todo un país, la propaganda dominante fue asimilando los tópicos de la otra gran tradición imaginaria. Y así, del color rosa se pasó al negro con entusiasmo y facilidad. La transformación se hizo patente en 1992, con la conmemoración de un Quinto Centenario más empeñado en celebrar el AVE y los Juegos Olímpicos que en rememorar gestas olvidadas.
Veinticinco años después, las leyendas persisten. Las autoridades californianas, haciendo alarde de ignorancia, retiran las estatuas de Colón. Otra imagen, la del gran san Junípero Serra, que tanto hizo por defender a los indios, ha sufrido ataques vandálicos y, lo que es casi peor, en la Universidad de Stanford se ha borrado su nombre de algunos lugares. Se argumenta que las misiones cambiaron la vida tradicional de los indios y comenzaron su exterminio. Falso. El franciscano Serra, en sus misiones, impulsó que los indios aprendieran a fabricar ladrillos, arados, jabón, velas, zapatos. Sí, les cambió la vida… para bien.
Ya hemos visto que en su momento la leyenda negra cuajó en los siglos xvi y xvii porque interesaba políticamente a los enemigos de España. Hoy cobra nueva fuerza con el clima cultural de la posmodernidad. La reivindicación de las minorías y el pensamiento poscolonial tienen un objetivo en común: el eurocentrismo como suma de todos los males. Si el adversario que hay que desacreditar se identifica, históricamente, con la institución cristiana más representativa de Europa, esto es, la Iglesia católica, mucho mejor. Desde estas anteojeras, la España del siglo xvi, campeona del catolicismo, sería la responsable natural de la intolerancia y la barbarie imperialista de Occidente. En consecuencia, nada tendría de extraño que se adjudicase el delito de genocidio a la primera potencia de hace cinco siglos: los españoles de aquel entonces acabarían apareciendo algo así como los antepasados de los nazis.
Mientras tanto, en España asistimos a un rebrote hispanófilo impensable hasta hace poco. Se eleva, por ejemplo, a los altares a nuevos héroes, como el vasco Blas de Lezo (1689-1741), una figura poco quemada por la leyenda negra. Eminentes historiadores e historiadores de trinchera se lanzan a la palestra para reivindicar los logros de una nación inconsciente —al parecer— de su propia grandeza. Hay un público necesitado de argumentos con los que sentirse legitimado como español. La inquietante situación política, derivada del desafío independentista catalán, seguramente tiene mucho que ver. Sin embargo, faltan a la imparcialidad y a la verdad quienes exageran las bondades y niegan toda validez a la objetividad histórica. «Si algunos son incapaces de imparcialidad, ya que fingen amar a su pueblo tanto como para rendirle continuamente un halagador homenaje, entonces no hay nada que hacer», dice Hannah Arendt. Un fenómeno tan amplio y apasionante como la historia de España durante varios siglos no se puede reducir a un solo color: ni negro, ni blanco, ni rosa. La conquista española de América, como todas las invasiones vividas por la Humanidad, trajo un vendaval de crímenes, violaciones, saqueos, corrupción y dolor inmensos. A la vez, también vinieron con ella la fe cristiana y una nueva concepción del ser humano, un conjunto de adelantos técnicos y culturales, creencias sobre el destino de la persona y sus derechos y libertades que hoy forman un patrimonio común de las sociedades de Europa y América.
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