“Mi mejor amigo es el que enmienda mis errores
o reprueba mis desaciertos”, José de San Martín.
Con el General José de San Martín, nuestro Libertador, sucede algo extraño. Por más que se indague, resulta casi imposible encontrar una contradicción entre el ser y el deber ser. No hay rastros de interés personal, ni de egoísmo. No hay excesos en sus campañas militares. No hay venganza con los derrotados. No hay odio hacia los adversarios.
A medida que va pasando el tiempo, su figura parece agigantarse, y sus enseñanzas y su ejemplo –citado a menudo, escasamente aplicado-, parecen escurrirse como arena entre los dedos.
Aquí me limitaré a recordar un simple ejemplo. Corría el año de 1822. San Martín ya había consolidado la independencia argentina, y libertado a Chile y a Perú. Sólo faltaba dar la batalla final para terminar de liquidar al régimen colonial español en América del Sur, pero justamente en ese momento decisivo, los localismos y los intereses personales, como ocurre muy a menudo, le impidieron contar con los recursos y el respaldo político esencial para terminar su gran obra. En Buenos Aires, Rivadavia y sus acólitos insistían en tratar de descalificarlo con argumentos inconsistentes, llegando incluso al extremo de de organizar un complot para asesinarlo, por lo que no era posible esperar ninguna clase de asistencia. En Chile, su amigo Bernardo O`Higgins a duras penas conseguía sostenerse en el gobierno, y la dirigencia peruana, en lugar de apostar a la victoria definitiva, se desangraba en una disputa facciosa temeraria.
Así fue que José de San Martín decidió recurrir al Libertador de Colombia, Simón Bolívar, para afrontar el paso decisivo. Pero Bolívar, pese a sus méritos, no era de la misma madera de San Martín, y postergó el encuentro por unos meses, buscando así fortalecer su posición, a sabiendas que, simultáneamente, se iba debilitando la del patriota argentino. Cuando finalmente se realizó el célebre Encuentro de Guayaquil, en el mes de julio de 1822, el caraqueño exigió supeditar la caída definitiva del orden colonial al reconocimiento de su propio liderazgo personal, y rechazó su ofrecimiento de acompañarlo como su lugarteniente.
San Martín, en cambio, privilegió el éxito de la empresa libertadora, y optó por dar un paso al costado. Su silencio, más aún que las palabras, incrementa su grandeza. Así, pues, decidió abandonar Perú, Chile y el Río de la Plata antes de convertirse en figura de división, en bandera de disputa entre hermanos. Se despojó de todos sus títulos en tierra incaica, y donó su preciada biblioteca personal a la naciente Nación hermana. No les costó mucho a los peruanos advertir el lado oculto de Bolívar y rogaron por su retorno, sin resultado alguno. Para San Martín la causa de la Independencia Americana no podía subordinarse a una disputa egoísta entre dos grandes hombres.
Así nuestro Libertador pasó las últimas tres décadas de su vida en Europa, siguiendo con atención el curso de los procesos americanos y contribuyendo a la causa de la libertad y la independencia de nuestros pueblos en cada ocasión en que resultó necesario. De ahí su magnífico aporte como embajador informal en aras de la derrota de las expectativas coloniales francesas durante el bloqueo en la década de 1830, y de las pretensiones anglo-francesas, en la de 1840. Tras la caída de otro apóstol de nuestra soberanía, Don Juan Manuel de Rosas, el liberalismo trataría en vano de retomar las tesis descalificatorias rivadavianas, y de echar por tierra su ideal independentista. Sería en vano. El espíritu de San Martín continuaría insoportablemente vivo en los pueblos de América, al punto tal que sería el propio Bartolomé Mitre, su líder político-intelectual, el encargado de recuperar su figura y su gesta, aunque convenientemente maquillada y adaptada a los requerimientos de su propio proyecto político. A partir de la primera década del Siglo XX, pocos se animarían a poner en duda su condición de Padre de la Patria.
Simón Bolívar, en cambio, disfrutó inicialmente los goces de la fama y el éxito, para luego experimentar una declinación meteórica, para morir perseguido, enfermo y rodeado de un minúsculo grupo de fieles seguidores, con la terrible sensación de haber estado –según sus fatídicas palabras- “arando en el mar”. Por su parte, San Martin fallecía rodeado de sus afectos y de la gratitud de los pueblos de América, con la satisfacción de haber cumplido con los altos objetivos que se había impuesto, y disfrutando de la gloria de ver concretada la “Segunda Independencia del Río de la Plata”, tal como él mismo había definido a la heroica gesta que significó la victoria sobre el bloqueo conjunto de Francia e Inglaterra, las dos potencias que lideraban el planeta por entonces.
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