
Se supone que quienes dirigen los destinos de la educación de un país son gente preparada, con criterio y determinación para ofrecer propuestas confiables en la agenda formativa de personas que están dando sus primeros pasos en el ejercicio de la ciudadanía.
Si el nivel primario es de iniciación y el terciario/universitario se orienta hacia la especialización, la escuela media queda como un puente entre una y otra instancia, presentándose como un ámbito de experimentación, con una pluralidad de ofertas que brindan al estudiante la posibilidad de elegir, ser, involucrarse desde los saberes integrales que le aporta cada disciplina desde las diversas áreas en que tiene lugar la interrelación con el conocimiento.
Aun así, existen otros intereses -algunos invisibles- que también se interponen y comienzan a entrar en juego: hablamos, aquí, de los imperativos del mercado, la sobrevaloración de las tecnociencias y la hegemonía del saber productivo.
En el contexto de políticas neoliberales, resulta difícil -por no decir imposible- que tengan lugar en las aulas pensadores como Platón, Marx, Nietzsche, Foucault o Sartre, por citar algunos ilustres ejemplos. Es verdad que nadie los prohíbe, como también es cierto que a los gobiernos no les convendría que en la base de la pirámide social crezcan ideas cuestionadoras del orden, el poder, la política o los valores que dan sustento a una clase dominante en detrimento de otra que padece la subordinación.
Tampoco pasa por hacer una lectura facilista: esto de que “la filosofía ayuda a pensar y a los dirigentes les viene bien un pueblo ignorante“ parece una verdad de perogrullo, sumamente difundida y hasta quizás agotada.
En todo caso, si la filosofía tiene algún sentido, habría que buscar por otro lado; e indagar lo preocupante que resulta su situación como materia o asignatura de las escuelas secundarias de Iberoamérica.
Los últimos años marcan una tendencia desfavorable para el desarrollo de la disciplina.
España está a la vanguardia con la campaña #SalvarALaFilosofía, luego de que se suprimiera de los bachilleratos. México hace una proclama en el mismo sentido, y Brasil -desde la asunción de Temer- planea seriamente quitarle del plan de estudios.
Más cerca del mapa, la noticia de estos días impacta de manera rutilante: recientemente, la Red de Profesores de Filosofía de Chile (REPROFICH) encabeza una movilización cuya consigna es #DerechoALaFilosofía, en respuesta a la decisión del Consejo Nacional de Educación (CNED) para eliminarla de la currícula oficial.
Lejos de presentarse como una mera manifestación de docentes que ven en riesgo su fuente laboral -lo cual, si fuera ése solo el motivo, resultaría tan válido como necesario-, la iniciativa involucra a demás actores sociales y educativos, que ven en el ataque a la filosofía una amenaza con múltiples alcances (peligrosos y lamentables) para cualquier comunidad.
Entre muchos otros aportes, la filosofía brinda habilidades de pensamiento, estimula la imaginación, promueve soluciones, educa en valores y permite comprender realidades susceptibles para que ellas sean transformadas.
¿Es acaso un mal necesario?
¿Una disciplina evaluable en términos de utilidad?
¿Rama del saber que cualquiera podría brindar?
“No” a cada una de las anteriores preguntas.
Si bien cada cual es libre de brindar su opinión, hay razones para considerar como falaz el hecho de negarle importancia e independencia. Quien lo haga, incurre en la desidia de ignorar todo lo que puede aportar el saber filosófico, incluso, para otras vertientes del conocimiento que no necesariamente tengan que ver con las humanidades o las ciencias sociales.
Aprender a filosofar es interpretar los contextos particulares y el mundo en general; el accionar de una manera de concebir la vida y sus circunstancias.
En definitiva, un derecho proclamado por la UNESCO, que ve en este saber la oportunidad de promover lazos humanizantes y dignos de paz.
Quitar a la filosofía del alcance de las mayorías es un atentado imperdonable, porque su disolución es el triunfo del individualismo, la prepotencia y la imposición, rasgos compatibles con el poder de una fuerza que acentúa las desigualdades porque no quiere oponentes.
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